Trae el frío, en la boca, el aire de la mañana y lo va repartiendo, dejando a la puerta del portal de cada casa, que, sal uno y se topa de golpe con su respiración y te subes la bufanda, te embozas y vas cruzando con la cuadrilla del amanecer, éstos que salimos primero en busca de los papeles de ayer, o del tajo provisionalmente abandonado, o del problema, que a ver si el tiempo, por poco que haya sido, lo ha ablandado ya y la cosa empieza a parecer, cualquiera que sea, que tiene remedio, al fin y al cabo.
Ha llegado el frío, de súbito, como suele, y hay en cada aglomeración un coro de estornudos, toses, escalofríos. La periodoquera me ofrece una bolsa de periódicos por la hendija apenas abierta de la ventanilla de si quiosco. Lo mejor, el rincón habitual, cerca de una fuente de calor, bajo el cono de luz de la lámpara, con el trabajo empezado y la atención concentrada en decir que ha venido el frío de manera que se entere la gente dondequiera que esté. Y habrá sitios donde se rían porque allí lo que empieza es el verano seco y tórrido, para que haya de todo, cada año, para todos, que no hay nada ni nadie más equitativo que el piano de cola de la naturaleza con que el buen padre Dios nos imparte sin distinción la sonata de los cambios de tiempo y las estaciones.
Hay como una alfombra de hojas secas, que, al pisarlas, crujen sonando a otoño. Es posible que el otoño sea cosa, cuando soliloquio, de clarinetes, oboes y flautas, de violines y violas, con el violonchelo tutelándolos, marcando la cadencia. Un cuarteto, tal vez quinteto, y variaciones que pasan por los semitotes de siena, tierras, ocres y la pálida lividez del lila, apenas entrevisto, apenas un silencio apuntado, como el hilo, sin embargo presente, de la esperanza de vida que a la vida sobrevive tenaz.
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