viernes, 23 de noviembre de 2007

Me he aficionado últimamente a dos clases de libros que antes no m interesaban como ahora: las biografías, mejor si son autobiografías y prescindiendo de la mayoría de los primeros capítulos, donde con frecuencia los autores se describen como probablemente no fueron y esos otros libros que mantienen a una serie de personajes que corren diferentes aventuras.

Los autobiógrafos se describen de niños como es probable que no hayan sido hasta bien avanzada su madurez. Suelen, así, ser unos niños extravagantes e improbables que hacen sospechar del resto del libro. Sólo cuando llega la madurez del confesante -la autobiografía tiene siempre algo de confesión-, empieza a ser digno de crédito gran parte de lo que dice. Con inevitable mezcla de lo que le gustaría haber sido, hecho y dicho en determinados momentos de su vida.

Los otros, los que crean una serie de personajes que se repiten en cada diferente aventura, tienen la ventaja de que ahorran esa parte de la escritura de la novela que es tal vez la más trabajosa y la más interesante. Se ahorran nada menos que la dolorosa creación, que tiene algo de parto, de personajes nuevos, distintos, con apariencia de vida que se ha de contrastar y equilibrar con las del resto de los que van apareciendo y definiéndose, más por su comportamiento peculiar que por lo que dicen o por cómo los describe el autor.

Para el lector tienen de atractivo, si están bien completos a fuerza de reaparecer en cada nueva novela, en realidad nueva entrega de una sola y a veces larguísima novela, que ya son conocidos, se han hecho conocidos, puede que hasta amigos. Resulta agradable reencontrarse y reanudar ese diálogo del lector, que en ocasiones deja de ser diálogo con el autor para dar paso al diálogo con los personajes.

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