domingo, 18 de noviembre de 2007

Se enzarzan, como niños, los jefes de estado y luego se asustan y se piden recíprocas explicaciones por la falta de comedimiento que acredita la pérdida de la mesura en el decir, hacer, pensar, que han de venir en seguida los diplomáticos, esa gente exquisita que jamás dice lo que dice, sino lo que se sobrentiende cuando dice lo que no dice en realidad, sino que cuando más, apunta, y, finta tras otra, mantiene el tinglado de las relaciones diplomáticas, ese tejemaneje de multitud de facetas, caras y bocas, lenguas y manos que no saben, cada una, ni la derecha ni la izquierda, lo que está haciendo la otra, para que todo sea posible, provisionalmente, y aún queden canales por explorar, trochas y senderos, escapes, escaleras de emergencia y quien sabe si recónditos lugares donde encontrarse con el enemigo a tomar unas copas y hablar del mal de amores o de la economía, que son dos temas en que cabe todo y todo puede explicarse como si fuese materia cuántica, donde la partícula puede estar viva y muerta, a la vez, y aquí o allá, mientras sea lo suficientemente pequeña. De pronto, descubrimos estar en un mundo aparente, que la buena noticia es que todo podría ser irreal, pero la mala es que a cada paso nos estamos jugando el ser o no ser propio, sin alternativas, y nos abruma la propia trascendencia, para la que no estamos en absoluto preparados, ni caben probaturas ni entrenamiento, que la vida hay que vivirla según de improviso llega.

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