martes, 27 de noviembre de 2007

Me di cuenta ayer, cuando vi salir humo de la chimenea de la casa de la ladera de enfrente. Antes, cada día, salía humo por todas las chimeneas del pueblo. Ahora no hay apenas chimeneas humeantes, y las usan como peana, las gaviotas cansadas o las que tal vez vigilan lejanías que no alcanzamos los humanos. Esta echaba ayer humo, a mediodía, como cualquiera de las de antaño, pro me temo que no era humo de la cocina, sino de algún sistema de calefacción, que hasta podría ser una de esas que todavía se encienden en algunos salones y sólo suelen calentar a medias, y lo que mejor hacen es entretener a quien se deje hipnotizar por la danza de fuego que contienen. Tuve un amigo que en la sierra, cerca de Madrid, tenía una casita con un salón enorme y una acogedora chimenea en que el fuego bailaba danzas increíbles, apenas apoyando la punta de una llama en el tronco de roble viejo, atormentado, que fingía, agonizante, estar barnizado de oro y sangre. Echábamos unas ramas de pino, de eucalipto o un manojo de menta y toda la habitación se impregnaba de su respectivo olor, que por lo menos a mí me sugerían distintas sensaciones, como suele ocurrirme con cada sonido, cada olor y cada color si los separo del paisaje o del ámbito en que están entremezclados para componer la realidad próxima. Ráfagas de un flojo viento del norte, jugaban ayer con el humo, perezosamente. Han caído, secas, la mayoría de las hojas de los árboles, sin embargo, en las puntas de algunas ramas del humero de al lado del río, hay algunas hojas recién nacidas, pálidamente verdes, que seguro no saben que estamos en pleno otoño.

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