jueves, 8 de julio de 2010

Consiste la agorafobia en un patológico terror a los espacios abiertos. Algo como lo que ahora nos pasa cada vez que alguien toca a rebato para que se persiga públicamente a otro y no sabemos por quién tañen las campanas. Tal vez a uno con poder se le haya ocurrido señalarnos, dar a los perros a oler nuestros calcetines de ayer o la camiseta recién sudada. No se puede ni tener mala suerte o poca habilidad, porque cualquiera de esas dos cosas te puede reconvertir por lo menos en imputado. Que es ahora la manera de putearte por inocente que seas y que la cicatriz, el estigma, el sambenito o el tatuaje te marquen de modo inexorable e indeleble, para que la plebe urbana te señale, mueva dubitativa la cabeza y piense que algo harás hecho, truhán, para que se fijasen en ti los ojos perspicaces de los guardianes de la otra cara de la luna, cuyos colmillos, cuando sueltan, puede ser por falta de pruebas, pero nada ni nadie puede garantizar la inocencia, por otra parte tan escasa en los tiempos que corren. Miedo agorafóbico a salir a la plaza, no sea que te hayan colgado la llufa, nada más asomar a la palomera de la calle, y te conviertas en el hazmerreír de la multitud regocijada, puesto que cada bueno que cae, puede servir de justificación para cualquier malo que se tercie y la rasera, cuando pasa igualando, si no arregla las cosas, puede servir para consolarnos con lo de que mal de muchos, etcétera, que no seremos al fin y al cabo tan tontos, cuando somos tantos, los consolados, los cada vez un poco más mediocres, más conformes, más iguales, en definitiva.

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