miércoles, 14 de julio de 2010

Hay una familia de gorriones en el patio de casa,
le llamamos jardín porque es un amasijo de flores,
hay un limonero, que da sombra,
calas y lirios, chorros de geranios, enredadera,
La única que se resiste
la buganvilla,
que toma el pelo a la jardinera.

La jardinera, gorro de paja, delantal blanco,
manga de regar,
hormigas,
el saco del abono, se acerca, le habla,
le dice piropos, ella
finge cada verano dos docenas de flores,
pálidas como muchachas anémicas,
que se mecen,
con la brisa.

Hoy anidaron los gorriones,
se zampan el alpiste, me miran
con esos perdigones negrobrillantes que tienen
por ojos.
Desconfían.
Y tal vez hagan bien porque la perra nueva
los mantiene bajo vigilancia,
gruñe bajito, se agacha a veces
para saltar, luego desiste, pero yo
no me fiaría, si fuese gorrión, demasiado.
Me ocultaría, como ellos, entre las hortensias,
enormes, sorprendentemente azules
o inmaculadamente blancas.

Pasa, de vez en cuando el mirlo,
pero el mirlo, ese gran señor encopetado,
no se trata
con humildes gorriones,
ni con poetas trasnochados como yo.