No es un verano como aquéllos –decimos siempre los ancianos del lugar-, pero nunca sabe nadie a ciencia cierta cómo eran aquéllos y puede que no se trate más que de otra versión de la falacia de que cualquier tiempo pasado haya sido mejor, que ya no se creen ni los que la repiten con nostalgia de lo que de verdad añoran, que es su juventud y de ella lo que añoramos todos ahora, cuando llega la vejez y te das cuenta de lo imbécil que fuiste cuando podías haber hecho la multitud de cosas que ibas dejando para otro día, hasta que se te acabaron los días.
Que tampoco es para tanto, si vamos al caso. Y puede que se repita el sempiterno esquema del inquieto descontento que nos caracteriza a los humanos, tantas veces empecinados en la ilusión de que podríamos hacer, cuando podemos, pero no lo hacemos o en que podríamos haber hecho, cuando ya pasó la ocasión.
Creo que son síntomas que evidencian que esta vida nuestra es un destierro, un camino hacia otra cosa, moverse hacia algo que no sabremos tal vez nunca en qué consiste, lo que es o dónde está hasta que hayamos salido del trance, acabado la etapa, pasado al otro lado.
Y todo esto no se debe más que a que haya amanecido otro día grisperla, neblina, aire que es agua pulverizada. Vacaciones, muertos y heridos en la carretera. No para, ese Frankenstein que es el automóvil, de cobrarse víctimas humanas. Sus taimados administradores, que los dueños de un coche no somos más que eso, cuando más, los siguen subiendo a las aceras, a pesar de las señales disuasorias y prohibitivas. “Es un momentín”, dice el avispado usuario, dejando el coche con luces intermitentes en sus cuatro esquinas, “sea usted comprensivo” –implora-. No debe hacérseles caso. Millones de coches son millones de “momentos” de comprensión de los peatones, cuando esa comprensión deberían tenerla ellos, y la debida compasión, del peatón acosado, apartado, envenenado por el olor a gasolina que puede hasta con el de la piel de la mar.
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