Me niego a asumir el papel de viejo atrabiliario y como consecuencia, me niego a protestar por las molestias sufridas estos días pasados en la ciudad de Madrid, Villa, Corte y aún capital de las Españas con motivo de la disparatada huelga de trabajadores o funcionarios, que no sé muy bien lo que son, del Metropolitano. Los usuarios del cual –me han dicho que más de dos millones y medio diarios- se han visto obligados a salir a la superficie, abarrotar los autobuses, acaparar los taxis y al final convertir la aglomeración ciudadana en un caótico ir y venir ribeteado de declaraciones de huelguistas y autoridades, cada grupo indignado con su contrincante y enseñándole los dientes.
Coincido con los criterios de que la huelga es un derecho de cualquier colectivo, pero que ése, como todos los derechos, ha de ejercitarse con arreglo a unas normas previstas por la ley que lo reconoce y regula.
Un pueblo no puede disfrutar de derechos que no sabe usar. Nadie, ni siquiera cuando se trata de un juego, puede jugar, si no conoce las reglas del juego.
Madrid, calor, demasiada gente con miedo a demasiadas cosas, desazonada por demasiados motivos, en un tiempo como éste, de verano, inminencia de rebajas y de vacaciones. Que no se me olvide decir que tampoco son de recibo los piquetes de coacción e imposición a la trágala de la decisión de hacer huelga. Cada cual debe poder ejercitar libremente su derecho de trabajar o no, y mucho más exigible aún es el derecho a trabajar de quien sabe que por añadidura ha de prestar los servicios mínimos legalmente previstos para el caso.
Menos mal que trufado entre tantos presagios de mayor crisis y espirales de creciente violencia huelguística, entre la lluvia de improperios y descalificaciones que deslenguados sedicentes portavoces de no se sabe muy bien quién o cuántos, cuando son tantos los que prefieren la paz social y que se respeten las maneras propias de un colectivo educado, me dan un premio por jugar a la literatura y la imaginación con dos de mis nietas, y lo voy a recoger y hay multitud de vejetes, como yo, ilusionados por el crepitar de las penúltimas muestras de su ingenio, puesto al servicio del cariño, la alegría y la esperanza inquebrantable en un mundo mejor, y de chavalería ilusionada con el rosario de premios con que se estimula su afición a soñar y escribir en el umbral de la posibilidad de ese mundo.
La guerra intergeneracional, tan frecuente entre padres e hijos adolescentes, tiene un espacio reservado para la ternura, en que los abuelos se relacionan, nos relacionamos con nuestros nietos, tan distintos, tan parecidos y tan sorprendentes como lo somos los ancianitos, los abuelos narradores de batallitas, fantasías, mentiras ilusionadas y verdades despojadas de sus aristas. Un verdadero privilegio, tener abuelos, pero otro inmenso, tener nietos- A pesar del estremecedor mundo que dejamos, la vida se renueva hermosa, llena de posibilidades y ternura. Y eso en pleno hervor de huelguistas, inquietud, discusiones acerca de quien tiene la culpa de que colectivamente nos hayamos comportado como necios o hayamos consentido que otros lo hicieran, convirtiéndonos así en cómplices, pero tratando ahora de exigir responsabilidad a los “ellos” indeterminados de cada ocasión.
Y para colmo de locura, en la cafetería del hotel, un portugués llora porque el equipo español eliminó del campeonato del mundo al portugués y en un concurso infantil de poesía le dan el primer premio en categoría de 6 y 7 años a Pablo Neruda, cuyo Canto General copió a la letra, con la mayor ingenuidad y supongo que íntima e infantil admiración, una de las concursantes.
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