domingo, 1 de agosto de 2010

Ni ruido ni nueces. Domingo primero de agosto y barrillo en el aire, con, de vez en cuando, la sombra gris de un chubasco sin mala intención, polvillo de agua, orvallu, calabobos. Salen por los pueblos los cabezudos y las gaitas. Gozamos de la maravillosa tranquilidad de que los políticos, sobre todo esos que hay de pacotilla, se hayan ido de vacaciones y nos dejen descansar de sus improvisaciones.

-Algo estarán urdiendo. No te fíes –me augura un buen amigo-.

Inquietante que sea así. Deberían seguir el consejo de un periódico que leí esta mañana, en que se recomendaba dejar la cabeza vacía, flotando, al sol, sin tocar el paisaje. Hace mucho, en tiempos de estudiantes, otro me decía que él, para gozar a tope de las vacaciones, a partir de su ecuador procuraba aburrirse lo más posible. Cuando te aburres, como se padece insomnio, el tiempo se ralentiza y cada minuto se multiplica por diez o quince por lo menos y parece que se ganan días al miserable mes escaso que duran unas vacaciones normales.

En los pueblos pequeños, se advierte en mayor medida el doble hecho de que la población disminuye y se avejenta. Mala noticia demográfica que las ciudades, cuanto más grandes más, enmascaran, y más durante la temporada turística, cuando hay más turistas alrededor del pie de cada torre que cornejas alrededor de los respectivos adarves. Algo habrá que hacer, si no mejora lo de la economía productiva, para relanzar sus sucedáneos. Habrá que recomponer, remozar y luego avejentar por lo menos en apariencia, las huellas de la historia y aprender sus aventuras y leyendas, para contárselas a los boquiabiertos viajeros del milenio, que han de enfrentarse al neorenacimiento, a pesar de su escepticismo, con una ilusionada esperanza, única herramienta válida para encauzar la violencia aparentemente indómita del futuro.

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