lunes, 9 de agosto de 2010

Puedo, para eso soy el autor, crear mi personaje, poner y quitarle vicios y virtudes, manías, si me apetece, hasta algún tic característico. Lo que pasa es que si acabo por darle vida, la tendrá, y eso será un problema. Nada menos que ahí reside la dificultad de escribir un relato. O es una visión evanescente, poco menos que onírica, de un trozo de vida sobre que pase la mirada como distraída, o se ha de meter uno en la harina de que los personajes se humanicen y apasionen con ser ellos mismos, diferentes, pero, esto es lo peor, arrancados de algún modo del autor, que sufre cada pérdida porque descoloca las facetas de su personalidad y puede llegar a sentir que se enfrentan o por lo menos se discuten puntos de vista inesperados, resultantes de que nos veamos desde varias perspectivas a la vez, combinando los aspectos más y menos aceptables de nuestra personalidad de maneras imprevisibles.

Imaginad un relato cualquiera: un adolescente granujiento; universitario reciente; todavía no ha asimilado el ámbito de libertad que debe controlar, recién salido como se halla de la casa paterna, en que los límites estaban determinados y los principios se daban por descontado. Ahora es él mismo, pero no tiene quien le advierta de que debe administrarse un tiempo que, desde su perspectiva joven, parece abundante,, prácticamente interminable y gratuito. El sexo, como una vaga niebla, a ratos casi imperceptible, transparente, pero otros densa, impenetrable, como mucho, traslúcida. Y a esta hora de la tarde, casi principio de noche, en otoño, abrumando cada pensamiento con la habitual distorsión que el mero hecho de cruzarse con una hembra, no una mujer, una hembra, durante la adolescencia la diferencia entre uno y otro concepto está clara, la hembra llama apasionadamente, la mujer debe ser respetada. Ahora está empezando a salir de su crisálida y se enfrenta por primera vez con la ausencia del cuidado vigilante, con la propia responsabilidad, debilitada por el anonimato, Nadie va a enterarse de lo que haga. Por lo menos, nadie conocido. Está solo con el mundo y el mundo, en gran parte, podría ganarlo con la fuerza de su determinación y su brazo …

¿Para qué seguir? El relato, a partir de ahora, se convierte en una secuencia en que el personaje, en principio agradable, se advierte que se va oscureciendo. No se hace malo en el mal sentido de la palabra, pero se obnubila y algo que no forma parte de él, sino que es circunstancial, ni está en ella, que también se enamora, pero de otra manera, puesto que él se ha convertido en un posesivo varón, ciego de deseo, mientras que ella no advierte más que su condición de inmaduro, necesitado de que se ahorme y convierta en amor, tal vez para otra ocasión, otra mujer, otro tiempo, esto que ahora, para ambos, no es más que un intercambio de señales de atracción.

Ella era alegre, al ser creada, triste él, pero ambos simpáticos, aparentemente civilizados, atractivos. A lo largo del relato intervienen la curiosidad, el afecto, la desmesura ocasional.

Huyamos. Podríamos estar escribiendo el boceto de una novela de nuestro tiempo apasionado –la juventud de cada generación es siempre de uno u otro modo apasionada-, a lo largo de la cual sin duda ocurrirían cosas disparatadas. Apartemos a los posibles protagonistas. Ideemos y contemos que ambos han tenido que emprender, con motivo de sus estudios o de la situación económica de la familia o del súbito cierre de la pensión porque han expropiado y van a derribar el viejo caserón. Alejemos de nuestra imaginación sus vidas. Hoy, al fin y al cabo, no es más que una atardecida de pleno verano. Tiran cohetes y enloquecen los perros de la vecindad. Pasa una charanga. Me adormece la música, puesta muy baja, apenas audible. Una corneta dibuja arabescos en el aire, la acompañan el saxo y el clarinete, puntea el piano, que, de pronto, se queda solo …

Imaginad una joven, esa misma que acaba de pasar, erguida, desafiante, consciente de su atractivo …

Un autor puede parecer, incluso ser, incorregible …

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