miércoles, 18 de agosto de 2010

Dicen desde mi entorno, los que mejores ventanas tienen sobre la plaza mayor de mi entidad personal, que me he convertido, además de evidentemente viejo, en un gruñón. El anciano gruñón es una figura proverbial, por lo tanto es probable que frecuente, en la literatura de todos los tiempos. Sin embargo, pienso que se equivocan mis más próximos, porque yo me río mucho por dentro. Lo paso bien, contemplando el lado grotesco de algunas de las cosas que pasan, y en cambio esos viejos gruñones literarios de que hablan los libros, lo son de arriba abajo, de abajo a arriba, de fuera adentro y viceversa, es decir, lo son en su integridad, sin el sentido del humor que Dios me conserve para seguir riéndome de mí mismo con las mismas ganas, Ya sé, ya sé que a veces me oyen quejarme, pero lo mismo que no es oro todo lo que reluce, es cierro que uno se queja para que no se olviden de que está aquí y le deparen atención y que no pase como esta misma mañana, que se habían comido todas las naranjas, no avisaron de la carencia y el “pobre viejo” se quedó sin su zumo mañanero, que tanto le presta. Siempre lo digo: un buen zumo de naranja es uno de los buenos dones que el buen padre Dios pone a disposición de los que pueden comprarse las naranjas. Los cuales, como consecuencia, después de bebérselo, ya deberían salir a la calle con la mejor intención de hacer algo en provecho de la demás gente. Incluso al beber un zumo de naranja, tendríamos que darnos cuenta de que acabamos de gozar de un enorme privilegio que probablemente no hemos merecido.

Quejarse forma parte de la representación. En cuanto lo haces, siempre hay un alma caritativa que se acerca a consolarte, cosa que tampoco mereces porque te quejabas de vicio, pero es que si no, cuando todos entran y salen con esas prisas de ahora, hablando sin cesar y mandando mensajitos por el dichoso telefonino, te da la impresión de haber venido a un mundo diferente del que había cuando los teléfonos eran de manivela y le preguntabas a la telefonista la demora que había para hablar con un abonado de la capital de la provincia y nunca se sabía si te iban a dejar en la cola para hasta la misma hora del día siguiente, “y esté usted atento, no se le vaya a pasar el turno”, que a las ocho de la mañana ya estaba de guardia junto a aquel telefonón con aspecto de gran escarabajo brillante, y, si acaso, con medroso respeto, te atrevías a darle al manubrio y: oiga, señorita, si no es mucha molestia, ¿me podría indicar si ha aumentado mucho la demora de la conferencia que le pedí ayer?

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