viernes, 27 de agosto de 2010

Cuando llegas a cierta edad, cada poco, el periódico, o, si no, alguien, te da la noticia infausta de que ha muerto otro amigo. Esta mañana toca el turno a Raimundo Pániker, o Panikkar, como él gustaba de recuperar su apellido hindú desde que hace más de medio siglo, descubrió la profundidad del pensamiento oriental, ya viejo cuando los presocráticos tanteaban sus primeras preguntas. Deslumbrado por las posibilidades de buscar al buen padre Dios desde aquella otra perspectiva, por aquel otro camino, escribió un montón de libros en su mayoría inasequibles a los más torpes, como yo, que me extraviaba en mis esfuerzos por tratar de seguirle sin lograr entender más que la corteza de una sabiduría olvidada. La sabiduría –dijo alguien- puede retenerse con un cazamariposas, no es como los saberes, que se llevan de un lado a otro como una carga, sin utilidad ni provecho, pero agobiando la posibilidad, muchas veces, de arriesgarte a explorar, descubrir, tratar de entender. Yo le entendí siempre mejor cuando hablaba. Escribiendo somos todos más cautelosos, porque la palabra queda e insertada entre otras es siempre inimaginablemente interpretable por un eventual lector desconocido a quien, para que nos entendiese, habría muchas veces que explicarle lo que para nosotros quiere decir lo que decimos y a lo peor no acertamos a decir como quisiéramos. La cautela, a veces innecesaria, entorpece, es posible que hasta llegue a oscurecer el contexto o acentuar una ambigüedad inesperada. Un lío, porque callarse es peor. Yo aún tengo medio podrido dentro el polvo de palabras que me gustaría haber dicho y no dije cuando podría haberlo hecho. Duele, sobre todo a horas de debilidad, de fracaso o de nostalgia. Cuando sin darte cuenta extiendes la mano en busca de alguien a quien ofrecer una caricia a cambio de recibir constancia de que está ahí, sobrevive, nos acompaña en el camino.

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