En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 6 de agosto de 2010
Azul bruñido de sol reciente, todavía no se ha cansado el azul de serlo ni se ha puesto pálido de calores. Dicen que más abajo del Duero, más abajo aún del Tajo, por donde el Gadalquivir, que tiene nombre moro de Al Andalus, como un recuerdo amarillento, un daguerrotipo enroscado sobre sí mismo, las temperaturas sobrepasarán los treinta y ocho grados centígrados. Un disparate, una barbaridad, algo difícilmente soportable para gordos y para turistas, que van, los turistas, siempre a la carrera tras de la apresurada guía que enarbola una sombrilla de algún color brillante, que no la pierdan de vista y yo iré en cabeza y me detendré ante los objetos de culto, de interés, de mentira, a veces, y les contaré la historia, la leyenda o lo que se me ocurra cada día ante cada piedra cien mil veces explicada, cuando acabe el verano o la temporada turística o este calor de más de treinta y ocho grados centígrados, beban agua, por favor, del tiempo, que quita mejor la sed y los mantendrá razonablemente hidratados y los más gordos, los niños y los viejos, salvo los más acecinados, mejor se quedan en el hotel, al fresco, junto a la fuente, con una limonada, un granizado de limón u otro de naranja. Aquí, en el norte, a unos veintidós o veintitrés grados centígrados como mucho, si no fuera por la esta humedad de cerca del ochenta y cinco por ciento, el calor sería más que soportable, pero se respira mermelada de aire y agua, que acongoja, de nuevo más a los niños, a los gordos y a los viejos, salvo los acecinados, que a esos lo mismo les da ocho que ochenta, ya no sudan, sólo les brillan un poquito más los ojillos, allá, en el fondo de sus cuencas. En mis tiempos –cuentan relamiéndose los resecos labios, con un destello de recuerdo libidinoso aún- no enseñaban las mozas tanto las piernas, casi hasta arriba, casi hasta la mismísima ingle, que ahora se te pierde el mirar, como en un bosque. Hace poco leía yo el lamento de quienes se dan cuenta de que hemos perdido la “mirada mágica” del medievo, cuando todo se explicaba a base de magia, milagro, brujería y honduras insondables de miedo o de esperanza. Ahora querríamos explicarlo todo, porque suponemos que todo tiene explicación. Y ni tanto ni tan calvo. Ni sólo mirada mágica ni vistazo real. Las cosas siguen siendo como eran, y unas tienen explicación racional y otras están más allá de la razón, donde los sueños y lo inexplicable, donde la energía que lo mueve todo, donde el buen padre Dios dispone las cosas de acuerdo con sus imprevisibles planes, que a nosotros, la gente, incluso a los más inteligentes y los más perspicaces, con frecuencia nos resultarán sorprendentes.
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