El borrico, un león, cinco músicos de metal, pintados de negro, una llufa, una postal, mi habitat, este rincón, como decía un amigo fotógrafo, que lo ven todo de una ojeada, un puzzle de fichas descabaladas, fotografías, relojes, figuritas que trepan, yacen, están sentadas o se miran una mariposa que se les acaba de posar en el pie, miniositos de peluche y un ratón de trapo que vendían en el aeropuerto. Un codrilócolo –que no, abuelito, dice Catalina, que se dice cocodrilo, pues bueno, eso, le contesto, codrilócolo. Se desespera-, el codrilócolo lleva una goma de borrar entre las fauces abiertas, que no cierra nunca. Un oso y un rinoceronte. Dos leones, botes de pegamento y un portalápices, que lo que porta es una mescolanza de lápices, bolígrafos y rotuladores..
Afuera está plagado de gente que quiere vendernos, por precios exorbitantes, cosas que no los valen, o que quieren cobrarnos por cualquier servicio que no les hayamos solicitado, o, para qué te voy a decir entonces, que les hayamos suplicado que nos hicieran. Hará un mes, por ejemplo, se rompió un cristal de la claraboya del desván. Una odisea, osidia, decía la buena de Benita, que había oído campanas. Ni hay quien sepa, ni quien quiera ponerle el cristal a la claraboya, que no es tal, señor, sino una “ventana de desván”. Toda la vida, las ventanas de desván, puestas al hilo de se caída, fueron claraboyas. Pues ésta, no. Esta es una “ventana de desván”. Tienen que venir de Oviedo –Oviedo está a cien kilómetros-, a poner ese cristal, que, consultado el supuesto representante de la marca, habrá que encargar a Dinamarca. ¡El Cielo me valga! Un miserable cristal, que supongo no precioso, ¿y hay que encargarlo a Dinamarca?. Pregunto, discreta, prudente, medrosamente, lo que me costaría, que serán alrededor de trescientos euros. Oiga, señora –es una señora, la del otro lado del mostrador-, traduciendo a pesetas, me está usted pidiendo cuarenta y nueve mil novecientas dieciséis pesetas con diez céntimos por poner un cristal a una clara…, bueno, a una “ventana de tejado”. Ni se inmuta: lo toma o lo deja –añade sin perder la sonrisa-
Me mandan invitaciones para aprovechar el verano y asistir …, si asistiera a la mitad, incluso sólo a un tercio de los eventos a que me convocan, unas veces solo, otras con posible “acompañante”, bastantes, “y señora”, no tendría ni verano ni tiempo de leer. Voy completando el programa: un poco de autobiografía, algo de novela policíaca, los trípticos de Davies, que empecé esta mañana el segundo y promete. Completo con un repaso de la historia de la España medieval, un tiempo y un espacio que debieron de ser espantosos para sobrevivir, en la medida de lo posible, entre hambrunas, guerras, pestes, bandoleros, inquisición, galeras, piratas berberiscos, corsarios, piratas vikingos, y, para colmo, la mirada mágica como único recurso para tratar de entender cada miseria o cada alegría de la rutina diaria.
Si Kafka estuviera vivo, escribiría su mejor novela enfrentando a un protagonista inerme ante el cocherío. Algún fabricante de automóviles lo procuraría, si no silenciar, para que no le hiciese polvo el negocio. Recaigo en mi convicción de que ese Frankenstein moderno: el coche, será el que a la más o menos, más bien menos larga, acabará con la especie humana. No hay más que darle tiempo. No va a necesitar demasiado, ayudado además por algún que otro manazas crispado, como los que se ven mirarte, cuando se cruzan con un molesto peatón como yo, que en cuanto corren un poco, y les gusta correr mucho como comer con los dedos, no son ellos los que llevan la máquina, sino ella la que los arrebata, enardece, encalabrina y al final desespera.
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