miércoles, 4 de agosto de 2010

Este otoño que viene, según casi todas las previsiones que escucho, seremos, incluso el que más rico, un poco más pobre. Con la única diferencia, entre los más ricos y nosotros, de que ellos lo notarán menos porque hay un colchón de sobrantes entre su condición y la nuestra. Y no digo nada respecto de los más pobres. Esos que andan entre la extrema pobreza y el medio millar de euros, que esos sí que tendrán que hacer equilibrios para sobrevivir cada mes a las puñeteras crisis y al “sistema”. No sé muy bien lo que es, eso del “sistema”, ese modo de arrinconar a la gente e ir encerrándola en corralitos de conformidades.

Es probable que sea necesario que los filósofos dejen de perder el tiempo tratando de destruir –ellos dirían decodificar- la realidad o reducirla a estructuras de lenguaje y se pongan a imaginar un mundo organizado de otra manera más ajustada a las necesidades de más gente durante más tiempo. Una organización proyectada para esta turbamulta que somos ya toda la humanidad, pero, además, toda reconducida a la vez a nuestro tiempo, que es suyo, el de todos.

Tendríamos, me parece a mí, que regresar del principio general básico de que vivimos en una constante competición, una especie de olimpiada y empezar a pensar que es muy probable que nos hallemos en una especie de cooperativa global donde todos deberíamos estar mirando por todos para que nadie ni ninguno se quede atrás.

Alrededor no deberíamos tener competidores, y mucho menos, enemigos, sino cooperantes.

Me temo que nos preparamos para el caliente otoño que viene velando las armas, afilándolas, bruñendo, en vez de pensar cómo podríamos evitar el crecimiento de la marea de los desesperados y de los escépticos. Resulta indignante sospechar que hay político, consciente de su incapacidad para tratar de arreglar por lo menos su parcela más cercana, pero que en este momento incluso, durante sus inmerecidas vacaciones, lo que maquina es el modo y la manera de permanecer aferrado a los brazos de su sillón, aunque sea tras de un naufragio, en lugar de estar dándole vueltas en la cabeza a la posible solución de dejar que venga otro a ocupar más eficazmente ese asiento.

Leo a mi admirado Juaristi, en su autobiográfico “Cambio de destino” y nos redescubro, a los montañeses de los valles del norte, casi siempre empecinados, enfrascados, ensimismados en actualizar sin orden ni concierto las viejas bibliotecas decimonónicas, capturados por la estrechez del hermoso paisaje que nos cobija, parece proteger, parece apartar, distinguir de la otra gente que reputamos de otra calaña. Si incluso en la brillante cabeza liberal de Juaristi, sacada a empellones de su madriguera, se advierten las cicatrices de las hormas de este ambiente sellado de nieblas, ¡qué parecerá la mía!, de arriero de a pie, sin condición siquiera de espolique.

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