Decir la verdad pura y dura ayuda a quien la dice y a quien la escucha a tratar de aunar esfuerzos para intentar resolver los problemas, dar respuestas a las preguntas, mejorar el estado de las cosas.
Preferimos, sin embargo, una dulce mentira que nos reconforte. Y hasta puede funcionar -lo de la mentira, digo- porque el tiempo todo lo puede borrar y reescribir, que la memoria es un palimpsesto donde ponemos lo que conviene a nuestra tranquilidad. El tiempo, que se parece mucho al viento, desgasta las aristas, gasta los filos, descompone y desgasta los impulsos, en definitiva, envejece.
Nada es como es, sino como lo vemos, dice la más moderna de las falacias. Cada cosa que considerábamos existente no fue más que un modo de mirarla y describirla, una palabra, una frase cuando más. Todo es relato que ocurre en un abrir y cerrar de ojos de la imaginación.
Por eso somos pobres o ricos según se nos apetezcan o no objetos de deseo, tal ves cosas materiales o prebendas y privilegios culturales, y, según, ricos insaciables o pobres satisfechos. “Que no me quites el sol”, hay que recordar que solicitó como única petición Diógenes, que sobrevivía en un barril abandonado, nada menos que a Alejandro, dueño del mundo conocido, cuando Alejandro le ofreció lo que prefiriese.
Hace muy poco, en una tienda pletórica de juguetes, uno de mis nietos prefirió algo que me costó menos de un euro. Iba feliz.
¿A ti –me preguntan- cómo se te ocurre decir que las cosas van mal? A lo mejor -respondo esperanzadamente dudoso- es que soy imbécil.
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