Preocupa que las niñas, leo, se conviertan en adolescentes cada vez más temprano, antes de los doce años. Anda, y los niños. Cada vez hay menos niños ingenuos, con los medios, procedimientos e informaciones que ahora los abruman.
Tengo entendido que han dedicado en París las fábricas de niños de antaño a museos de lo más variopinto, en que se exhiben tiragomas, soldaditos de plomo, cuentos de hadas y cochecitos de hojalata. Y que las cigüeñas han dejado de emigrar porque ya no necesitan entrenarse a traer el hatillo de bebé que echaban por la chimenea.
Ahora despachan, en algunas autonomías, consejería correspondiente, libritos de instrucciones de cómo se hacen los niños. Menos mal que vienen traducidos del anglosajón o no sé si del noruego o el chino mandarín y nos hay quien los entienda. Como suele ocurrir con los electrodomésticos made in Taiwan y las compactas made in la otra China continental y a veces en India, donde las vacas son sagradas, dicen, y supongo que parirán en la calle. Antes, los que más sabían de eso de los partos y demás, eran los chicos que bajaban a estudiar de la aldea más próxima, que casi todos habían visto lo que ocurría con los semovientes de casa y corte –en mi tierra y comarca, a la cuadra le llamaban corte y hasta hace bien poco estaba en la planta baja de la vivienda familiar- y estaban todos al cabo de la calle, y no como nosotros, los niños villanos, que nos pasábamos por tradición oral, de boca discreta a oreja atenta, peregrinas informaciones respecto del interesante asunto que tan de cerca, adolescentes en flor, agobiados de sexo, nos incumbía y despertaba por las noches, desconcertados por premoniciones oníricas de la utilidad de nuestras partes pudendas.
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