Pasa su tiempo el verano, de vacaciones –el tiempo, no el verano-, que se reparte entre las playas del litoral, casi todas de nombre pintoresco y banderolas que avisan del peligro. Cuando yo era niño o no había banderolas o no había peligro. O puede que más niños, sin televisión ni consolas, supiésemos nadar entonces, incluso con resaca, y por eso sobrevivimos aunque no hubiese vigilantes de la playa, ojo avizor, mirada atenta.
Lo invaden todo el mecanicismo, la electrónica, los telefoninos y, por encima de todo, los puñeteros coches.
No hay paisajes, ni parques, ni zonas verdes, que respeten los coches, me cisco en su estampa, los coches que yacen, jadeantes, subidos a las aceras, pisando los arriates de flores, oliendo a gasolina, apestándolo todo, que vas camino de la playa y allí están ellos, a ambos lados, agobiantes, tapando la raya del horizonte, rompiendo la perspectiva; sales camino del campo o de la montaña y te marcan el camino, con sus ringleras interminables, basura de la civilización, monstruosos residuos herrumbrosos.
Inventaron los coches para que viajásemos más cómodamente y el monstruo, multiplicado por sí mismo, elevado a la enésima potencia del horror, amenaza ya con devorarnos, sobre todo a los viejos y los niños, que, para más inquietud, ahora circulan aterrorizados por las aceras con sus bicicletas nuevas, premio de un fin de curso reciente, a todo trapo del ímpetu juvenil, llevándoselo todo por delante, incluidos ancianos, caniches y los pocos gatos residuales que van quedando.
Es como anacrónico que suene el teléfono y alguno de los clientes más despistados insista en sus obsesiones, sus preocupaciones y la ira que los suele embargar contra algo o contra alguien. ¿Se da usted cuenta? Estamos en agosto. En agosto, en este país, corre un viento inmóvil que se trata de llevar ideas, preocupaciones y tristezas. No lo consigue, es imposible “y además no se puede”, insisten los más pesimistas, pero esa burbuja polícroma lo intenta. Nos absorbe, rodea, abraza. Tal vez por eso haga tanto calor este año, por eso y por la humedad, un ochenta y cinco por ciento de humedad. Un socarrón decía hace días que un quince por ciento más y nos saldrían branquias.
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