martes, 24 de agosto de 2010

Uno nunca sabe, cuando acaba el verano, lo que está ocurriendo. Se tiene la impresión de que se regresa, pero me pregunto si regresamos al salir de vacaciones o al volver. Bueno, me lo preguntaba cuando yo también tenía vacaciones y épocas de trabajo. No como ahora, que soy viejo y trabajo a un ritmo que, habida cuenta de que además me gusta por lo general lo que suelo hacer, no sé si puede llamarse de trabajo. De cualquier modo, el verano, la época del ocio más generalizado de los que por lo general trabajan más, es probablemente la época más humana de las personas, más propia, por lo menos, de su condición de tales. Una persona lo es más cuando tiene tiempo para pensar y lo hace, además de soñar y de permitirse el inaudito lujo de estarse quieto mirando al vacío y dejando vagar la imaginación. Correr tras lo que hay que hacer, intentando además hacerlo con presteza y habilidoso acierto, antes que otro se adelante y desde luego procurando hacerlo mejor que ellos, sobre resultar agotador, es inhumano. Y ese es, sin embargo, el empeño habitual en que nos enfrascamos al regresar al trabajo. La diferencia fundamental entre un artesano y un artista estriba en que el artista se esfuerza para crear como pieza única lo que le satisface, mientras que el artesano trata de hacer en serie algo que guste a los demás. Si yo fuese artista, me costaría, creo, desprenderme de una pieza, un cuadro, una escultura, irrepetibles, hechos por mí con ese trabajo de crear. Ventaja del escritor, que siempre puede guardar el original, aunque ese original ya no sea ahora, como antes, una pieza manuscrita, sino el espacio del disco duro que se puede copiar, idéntico casi, una y otra vez.

Pasa el verano. Quedamos pocos más, en cuanto, clac, suena el cierre de la caja del último instrumentos del último bandín de las fiestas, de los que estaremos, si el buen padre Dios quiere, durante las otras tres estaciones, conviviendo con el silencio, que deambula por las calles semivacías, perseguido por el viento, persiguiendo, a su vez, el recuerdo de los rayos de luna, su misterio acuciante. ¿Habíais pensado que la luz de luna es un reflejo, tal vez el eco de la luz, la voz del sol, debilitada, amortiguada? Por eso está tan aparentemente impregnada de la nostalgia de esa luz que al rebotar pierde la lozanía, pero se hace menos agresiva, flota, más que herir, acaricia, es tal vez un recuerdo o una metáfora de la luz, como un claustro se finge camino iniciático sin fin y es posible recorrerlo tantas veces que al final no sabríamos en cual de sus lados estamos, de no haber plantado cipreses en las cuatro esquinas. Un claustro podría ser, también, un laberinto interior, como cuando nos enfrascamos en ser sólo nosotros, empeñados en ignorar que fuera pasan cosas, mientras nosotros, yo, cierro todas las ventanas y me imagino un mundo. Tal vez haya muchos mundos en nuestro interior y seamos los alienígenas también, que andábamos buscando en lugares equivocados. ¿Quién eres tú y qué intención traes? –me pregunto, cuando me encuentro en la encrucijada donde no me esperaba, con ese aspecto, esa reacción, ese miedo, ese dolor o esa alegría que no sabía que pudiesen estar en mi catadura-.

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