Han liberado, a costa de sabe Dios qué, pero han liberado a dos personas que llevaban más de ocho meses sufriendo las penalidades incontables e inimaginables de cautiverio. Yo no lo haría pero hasta es posible que vuelvan a algún otro país necesitado a tratar de llevar ayuda de algún tipo. Hay gente así de abnegada y admirable, necesaria para compensar a los que nos quedamos enterrados en palabras y conmiseraciones, arropados en el rincón.
Y el mismo día, se me muere otro amigo famoso y celebramos en la calle del pueblo y en las plazas, el centenario de su fiesta más popular, que es la de san Timoteo, el 22 de agosto. Cien años no son nada, pero son también una barbaridad de tiempo.
La gente se arremolina, masifica y aturde. Se encienden y se apagan hasta el paroxismo, luces de muchos colores. Inmensos altavoces, multiplicados por la técnica, dispersan canciones, gritos y el obsesivo ritmo de bombos y tambores. La masa, que no sabe ninguna letra completa, pero necesita gritar, gastar energía, quemar adrenalina, aúlla partes de canciones, gritos guturales, frases cortas, como consignas, fáciles, pegadizas. Dos días y dos noches de algarabía, que esta mañana, bien temprano, empujaban con escobones y mangueras un pequeño ejército de hombres y de mujeres erizados de amarillos refringentes, que hay quien dice que sirven, como los repelentes de insectos para lo suyo, para ahuyentar manazas automovilísticos, mezclados, ahora en verano, entre los conductores avezados y habituales. De vez en cuando, ves pasar la grúa que arrastra uno especialmente mal aparcado, y, a poco, su usuario, crispado el gesto, rojo el arranque del cuello, de ira, profiriendo anacolutos variados y variopintos insultos.
Libertad recién estrenada; muerte, que es como la súbita noticia, tan vieja como el mundo, pero siempre apartada, desechada, temida, de que “nuestras vidas son los ríos” y esa puerta de viejos cuarterones relucientes que tenemos disimulada en el último rincón de la más recóndita estancia del último rincón de nuestro palacio, nuestro castillo, nuestra choza, o, si vagabundos, en el tronco del árbol más próximo, se ha vuelto a abrir y otro amigo, con el que ayer mismo podríamos haber charlado, hecho memoria, inventado un sueño, ha pasado al lugar donde se desentrañan todos los misterios, y, en la calle, como si no pasara nada, humanidad enloquecida, tal vez en parte por subconsciente impulso de que conviene a veces olvidar, para poder seguir recordando.
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