Hace bien poco, había tres o cuatro columnas, si quiere, le concedo hasta media docena, que los lectores de columnas leían unas veces divertidos, ceñudos otras y algunas indignados. Se leían casi todas, cuando no todas, porque era frecuente que se entablara diálogo entre sus autores, y hasta polémicas más o menos furibundas. Prendió el ejemplo, se extendió, proliferado hasta casi el infinito, y ahora mismo cada hoja volandera, parroquiales, de feria y ocasionales de los pueblos, tienen sus incontables columnas, que nadie, ni proponiéndoselo, sería capaz de llegar nunca a leer.
Descuella, en ocasiones, alguna, que por añadidura mantiene un autor capaz de mantener el tono y decir cada día, cada semana o cada mes, según la cadencia de la publicación, la correspondiente gracia, una ingeniosidad nueva o la frase feliz, que luego repite la gente en sus conversaciones de cada día, en cambio cada vez menos frecuentes.
Se escribe más, se lee más, pero se conversa menos. Las comodidades hogareñas por un lado y por otro las prisas urgentes, han acabado con las tertulias, algo tan nuestro como la siesta, el aceite de oliva, los churros con anís o las corridas de toros. En la tertulia se ventilaba cada día cuanto de divino y de humano contenían las columnas de la prensa correspondiente. De la cola del ingenio de un columnista, se colgaban las más diversas sartas de disparates que una multitud ingente de contertulios era capaz de improvisar. Para defender luego cada babayada, cuanto más pintoresca con más ardor.
Es una pena que tantas columnas como hay ahora en todos y cada uno de los periódicos, fluyan en el vacío, sin apasionados sofistas que las desmenucen y aprovechen para aquella añorada academia de cada tertulia apasionada y apasionante.
Ahora, como hacía mi suegra con frecuencia, discutimos con un indiferente busto, masculino o femenino, que nos cuenta y comenta desde la ventanilla de la tele el eventario nuestro de cada día. No sabe usted lo que dice –le espetamos al político allí asomado, que ni se inmuta-. Es usted, o eres, un zoquete –añadimos si mejor resultado- y hay momentos de especial enfado en que hacemos click con el botón del mando, ese resorte consolador e implacable, y lo mandamos con la sonrisa estúpida congelada en el rostro, a hacer puñetas.
Echo de menos mi tertulia habitual. Cuando las cosas iban peor, como puestos de acuerdo, dejábamos de comentarlas a ver si así, como por ensalmo, el tiempo era capaz, como a veces opinan políticos conspicuos, de mejorarlas. Esos días, contábamos chistes verdes. Algunos tan viejos y tan gastados que amarilleaban ya, como antiguos daguerrotipos, por los bordes.
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