martes, 10 de agosto de 2010

Ya está bien –dice mi otro yo-, es hora de que des de mano y te sientes en el banco de afuera, en el patio florido, mínimo jardín, a mirar cómo pasa la gente, apresurada, cada cual a lo suyo.

Yo le contesto que nos aburriríamos.

El, textualmente, que bueno, allá yo, él dice allá tú, que nos moriremos ambos cualquier día, en cualquier esfuerzo. Y date cuenta –añade con innecesaria crueldad- de que a ciertas edades cada movimiento es un esfuerzo, cada tirón de correa de la perra –joven, fuerte, ágil, divertida, pero implacable en su afán de jugar, saltar, brincar, huir-, cada digestión, cada apresuramiento.

¡Anda ya!, pesimista. Lo malo será irse apagando, perder la cuenta de las gaviotas y de las nubes que pasan, dejar de interesarte por las noticias que van llegando. Hoy, por ejemplo, ya sabemos que una nueva ola gigante se mueve por algún mar, que un treintañero audaz acaba de recorrer a pie y atravesar la selva del Amazonas, que la tropa de impúdicos sigue presumiendo de su triste fama, que nadie ha descubierto panacea alguna para la crisis, que los políticos, incluso durante este tiempo de descanso, siguen urdiendo añagazas para mantener o para alcanzar jugosas sinecuras y que la parte oscura de la humanidad ha producido nuevos energúmenos ansiosos de lastimar, herir e incluso matar a sus semejantes.

Vale la pena tratar de sobrevivir. Y de ayudar por lo menos con una sonrisa, que tampoco supone tanto esfuerzo, digo yo.

Ya que estamos aquí, vale sin duda la pena seguir aprovechando el tiempo.

Aunque sea rodeados a veces de fantasmas

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