Hay una parte mítica de nuestra niñez. Yo no sé cuándo empieza o termina, pero me consta que existe y la viví a trozos, como viví a trozos la parte mítica de mi juventud, a la vez que la soñaba de otro modo. Nos confunde esta capacidad que tenemos de estar en determinado lugar y poder huir, con un mínimo esfuerzo y perdernos por los vericuetos de otro. Hay un estrecho camino para nosotros, pero es posible que nadie lo recorra con mansedumbre y conformidad. Lo que ocurre es que desde donde quiera que lleguemos soñando, inexorablemente hemos de volver al mismo lugar donde estábamos, sin más consuelo que el de que las heridas se curan como por ensalmo y no queda más que la cicatriz en el alma de que sea mentira de que nos atrevimos a medias a vivir otra de nuestras vidas posible, de que son retazos las imaginadas.
Son cosas distintas, sin embargo: los fragmentos de vida mitificados y los imaginados. Los mitificados los vivimos en la realidad, si bien, a veces, dándoles valor distinto del que tuvieron, y dándoselo en el momento mismo de vivirlos o después, en el territorio de los recuerdos; los imaginarios, en cambio, no fueron vividos jamás en la realidad. Unos y otros se mezclan en las estancias de la memoria y cuando llega el momento de contar nuestra autobiografía, es probable que contemos los que recordamos, con la mayor desfachatez, a pesar de que en gran parte no sea más que fantasía.
Pues claro que es una serie de mentiras, pero es lo que nos queda cuando por una u otra razón, no hicimos todo lo que nos creímos capaces de hacer, y eso es un fracaso, que alivia en cierto modo lo que contamos o lo exacerba.
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