miércoles, 4 de julio de 2007

Día tras día, casi todos, a lo largo de julio y de agosto, con remate si acaso en setiembre, cada día se anuncia en los carteles pegados profusamente por vallas, paredes y paredones como el día grande del festejo del santo que corresponda. Y todos los días grandes llevan aparejada cuchipanda, voladores y ruido, más que música, de sudorosos currantes del melisma, empeñados cada cual en que sea la suya la hórrida canción del tórrido verano.

Cartelones con sugestivas, sugerentes cantatrices, que, salvo razón del calor más arriba referido, uno no comprende por qué para cantar han de despojarse de sus vestiduras hasta límites que o por lo exiguo o por lo prieto, preocupan al espectador.

Es el corto y a veces frígido verano de la costa norte, que nunca se sabe si lo va a ser con todas las consecuencias, y es entonces el mejor posible, o si se lo llevarán los vientos del norte o las brumas del sur y del ocaso. Nuestro verano. El único que tenemos y compartimos con la ringla de peregrinos que van a Santiago por el vial de la costa y los acantilados y con quienes prefieren refrescar, mejor que cocerse al sol donde las agencias lo garantizan con acierto.

Tengo contertulios que me confiesan haber venido arrastrados por el clan, que ellos ya sabían que no hay por estos pagos sillón como el de casa, que ya tiene la forma de uno, de soportarlo todo el año, dormido bajo el manto de la telebasura o despierto y horrorizado por las últimas noticias de las perspectivas del mundo. Desde casa, dice mi contertulio habitual de cada veraneo, puedes cerrar los ojos e imaginarte cualquier paisaje, pero los hijos, la parienta y el resto del clan, prefieren esto y aquí estamos de nuevo.

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