Lo que lleva dos días pasando es que nos empapa el agua. Como si el aire mismo se hubiese convertido en agua fina, casi impalpable, que hay donde con acierto llaman calabobos, porque sales confiado a la calle, sin una mínima protección y el agua te va empapando como yo estoy ahora, el bobo de turno. El perro es más listo. Asomó la cabeza, la sacudió y se metió de nuevo en casa, mirándome de lado con la irónica expresión que pone a veces, cuando entiendo que me pregunta si pienso que él, por ser un perro, tendría que ser, además, imbécil.
A mediodía, sin embargo, el sol consigue irse abriendo paso, y, primero mezcla sus resplandores con el agua, en seguida, la aparta, aprieta, se convierte, al apoyárseme en la frente, en sudor. Las manos del sol, delicadas, ardientes a la vez, se disuelven al acariciarme la frente. El sol se asombra, las retira y deja un vacío sobre la piel, que enfría el aire inmóvil.
Por un momento, me imagino, desde el valle donde está encerrada esta tarde de verano alrededor del río, cómo podría haber sido el valle si no existiéramos los humanos, con la vida recorriendo su ciclo sin emociones estéticas, razonamientos ni artificialidad y capacidad de imaginar, discurrir, mentir, intentar razonar y en seguida, procurar distorsionar las razones en beneficio de algo o de alguien. La vida como una cascada sin motivo ni finalidad, girando sobre sí misma.
Tal vez lo que nos distinga, además de la capacidad de sonreír, sea la de preguntarnos el por qué de la muerte y qué se pierde o se gana, de la vida, cuando ocurre.
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