Es posible que un dedo, hasta un dedo del pie, te eche a perder el día. Pasaba descalzo por una galería y tropecé con el penúltimo dedo, de derecha a izquierda, del pie izquierdo, según voy, con la pata de una tabla de planchar.
Duele.
Y todavía duele más cuando me calzo, empiezo a andar y cada paso es un dolor, no demasiado grande, pero un dolor repetido, tartamudo, al que son aplicables los ritmos de las canciones que cantan los cojos cuando llevan el paso. Un dolor te deja con algo así como la mitad del cerebro lamentándose, incapaz de pensar o de razonar. La mitad del porcentaje de cerebro que sabemos usar, que dicen que es tan pequeña en relación con el todo. Al perro, cuando salimos, le urge llegar al río, a perseguir, si se tercia, alegremente a los patos rezagados. Me mira: ¿pero bueno –parece decir con esos ojos incrédulos- por qué no corres más, como todos los días? Uno puede aguantarse, incluso apartar un pequeño dolor y sentirlo un poco menos, si se concentra en ello. Lo hago, corremos casi. Así, hombre, así –se regocija el perro- Al volver, ambos traemos paso de romeros que vienen de regreso. Hace un radiante sol, que todavía no ha llegado al río ni toca el agua. Se limita, de momento, a enseñar el pelo radiante que viste el cielo de un azul pálido con visos de rubio ceniza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario