jueves, 19 de julio de 2007

Hoy estaba cansado, gloriosamente cansado, tras de venir desde el centro de la meseta a través de la noche hasta la diana de las altas horas de la madrugada, cuando los silencios anchos y esas súbitas ráfagas, quiebros de espadachín, que fingen ahora los coches al entrecruzarse sin cesar. Ya no hay horas de descanso. Hay horas de más o menos automóviles, que corren desalados, como fantasmas tratando de alcanzar, de día, su sombra, de noche los destellos de luz que los preceden.

Ceno en medio de la noche, entre cigarras y unos desperdigados puntos de luz anémica que fingen consolarnos con la escasa fuerza de su desánimo. La cena es sabrosa y escasa, el vino frutal, luego otra vez la noche, correr en pos de los dos haces que hurgan entre las sombras buscando la piel gris, con algo de piel de serpiente, de la carretera.

Muy tarde, o muy temprano, me recojo sobre la bola del sueño y al despertar estaba relajado en el recuerdo del cansancio, semiabandonado en el sopor del entresueño, no demasiado seguro de qi estaba allí, aquí o recorriendo de nuevo el viejo, trillado camino, siempre igual, siempre diferente, que siempre me deja una vaga añoranza de cuando atravesaba los pueblos, siguiendo una calle, la travesía, y permitiendo imaginar la vida de los desconocidos entrañables con que nos cruzábamos.

Parece que el paisaje se hubiera convertido en una antesala o una estancia de la soledad.

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