Coinciden varios de los libros que pretendo leer a la vez en el comienzo de este destemplado verano en que la fantasía es uno de los componentes que con frecuencia se suman a la verdadera historia de casi todos nosotros.
Debería ser fácil contar que fuimos niños felices, nos educaron, domesticaron y recortaron, nos convertimos en mediocre gente de a pie y desde allí, on varia fortuna, elaboramos una personalidad con que acercarnos y en seguida, sin conciencia de haber atravesado su frontera, entramos en la vejez –espacio mayor o menos que nos concede el buen Dios para reconsiderarnos.
Pero no, pretendemos, muchos, diría que una mayoría, fingirnos una niñez en que nos describimos como monstruosos infantes, caricaturas ya de nuestra madurez, nos pintamos una adolescencia cruel, cuando la realidad es que pasamos por ella a trompicones, equivocados, desorientados y ávidos de no sabemos con certeza qué y utilizamos en la madurez toda clase de mañas para buscar atajos hacia lo que sólo un duro camino iniciático puede proporcionar acceso trascendente.
Leo con voracidad estos lúcidos comentarios de agudos observadores que después escribieron unos en términos filosóficos, otros novelas cuyos personajes trascienden el sorprendido dolor de su creador, el autor, de que se escapan en cuanto tienen la entidad propia que caracteriza a un buen personaje de novela, en el que su creador pone parte de lo que le sobre y otra de lo que a él le falta y así se le escapa del control y la novela, de pronto, se ha convertido en un mundo real y apasiona a multitud de lectores. Me encuentro y desencuentro con frecuencia, como es lógico, porque los humanos nos parecemos tanto, pero somos tan diferentes también que ambas cosas ocurren sin cesar hasta que cierro el libro, me quedo pensando un rato y sigo con otro. Vuelta a empezar. Y cada vez, a aprender algo. Y cada vez que aprendo algo y se acumula a lo que sabía, advierto cómo sigue creciendo la sombra de lo que soy consciente de ignorar.
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