He cometido el grave error de salir sin mi cámara fotográfica. Antes no las sacábamos por el bulto y aquel peso que iba incrementando la inclusión de aparatos medidores, filtros, parasoles, baterías, trípode y carretes de repuesto, amén de objetivos alternativos para ensanchar el campo de visión o incrementar la capacidad de detalle, Y ahora, cuando las cámaras son poco más que tarjetas de visita y pueden almacenar cientos de fotografías, las dejamos por olvido sobre la mesa en días de sol como éste, con las barcas de pesca y de recreo brillando al sol del verano inédito bajo la vigilancia atenta de las gaviotas veleras, algunas de las cuales, para mejor y más disimuladamente espiar la incruenta flota al pairo, se han posado y fingen ser chalanos blancos con un punto rojosangre en la punta del mínimo bauprés del pico. Apenas mueve el agua, el sol, indeciso, tras de dos días de orvallo inexorable. Un abuelo, una nieta y un pescado muerto, un abadejo, se apoyan contra la barandilla y deliberan acerca de si el abuelo o la nieta freirían mejor el pez, brillante, se ve que recién sacado del agua. Habría sido como media docena de bonitas fotografías que ya no haré nunca. No necesito, supongo, explicarles que cuando se es aficionado a la fotografía, con frecuencia se componen por instinto, nada más asomarse a un hecho, un detalle o un paisaje. Me consuelo diciéndome que probablemente me habrían salido mal, decepcionantes.
De entre la gente que nos rodea, de súbito, se destaca a veces un personaje, hombre o mujer, que nos cuenta, dice, pregunta acerca de su entorno. Es como salirte de un mundo y asomarse a otro desde donde las cosas y los conceptos tienen diferentes colores y medidas, sobre todo cuando vienen y te cuentan agravios que tú piensas, como yo en este caso, que habría que escuchar la versión de los demás implicados en la situación que me describe esta señora a punto de lágrimas. Me pone nervioso que alguien, a mi alrededor, con razón o sin ella, esté lleno de ira o a punto de deshacerse en lágrimas. Se me estropea el radiante sol del mediodía, que no recupero hasta regresar a mi butaca y apoyarme en el teclado.
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