viernes, 13 de julio de 2007

Hay ciudades vivas y ciudades muertas. En medio, sobreviven las ciudades dormidas. Las ciudades dormidas suelen estar limpias, cuidadas, brillar por la noche “como un ascua de luz”, según las crónicas cursis de sus periódicos más trasnochados. Las ciudades vivas transcurren por sus calles en la policromía variada del aspecto de sus habitantes, que no cesan de echar sonrisas, risas y palabras al cielo raso de la ciudad viva. Las ciudades muertas dan miedo. Sueles estar, como las noches de las casas antiguas, llenas de ruidos con que acomodan sus puertas, sus paredes, las techumbres y las estancias a posturas ensayadas por la ciudad para librarse del agobio de sus holguras, la fatiga de sus materiales, las goteras, que cuando llueve, tocan la melodía de la marcha fúnebre de la ciudad muerta. En las películas del Far West, por las calles de las ciudades dormidas y de las muertas, ruedan líos de ramas de arbusto seco. Esta tarde, casi noche que el verano disimula con ese estirón último de luz con que remolonea el sol antes de dejarse caer más allá del horizonte, estuve en una ciudad viva, ayudando a presentar un libro que habla de muertos que sobreviven. El juego y la paradoja de la vida y de la muerte, enroscándose una tras la otra alrededor de la esperanza de eternidad que anclamos en la fe, siempre acosada, siempre al límite, pero único que nos queda para ser algo o alguien distinto de la efimeridad característica de las piezas del inmenso rompecabezas del universo, en que todo es tan exacto que ha permitido a los hombres más listos de entre los hombres nada menos que las matemáticas, tan caóticas, han descubierto al fin, como el resto. Nos lo cuentan a los más ignorantes y nos quedamos con la boca abierta, reafirmados en nuestra decisión epicúrea de aprovechar la emoción estética y poner el resto de lo que pueda ocurrir en las manos de Dios. -

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