domingo, 8 de julio de 2007

Manzanas, todas iguales, alineadas como marciales soldados elegidos con destino a la parada, el desfile ostentoso de armonía, disciplina, fuerza. Manzanas en su caja, clónicas, sin una mancha ni el agujero de un gusano, aparentemente cultivadas en un invernadero, bien protegidas de las inclemencias del tiempo, de las plagas, incluso de los malos pensamientos. Es probable que no tengan el sabor de aquellas que la abuela almacenaba en los armarios de guardar ropa blanca en la habitación de atrás, la que daba a la calle empedrada, una habitación con puerta que nadie supo jamás por qué, se cerraba sola y nos daba un miedo de muerte a los ladrones de manzanas de Pero Mingán, que olían en invierno a tiempo de cosecha aún. Ahora, en cualquier época del año, te venden estas cajas de manzanas perfectamente calibradas, lacadas, apetitosas, sin más pero que ponerles que esa apariencia de perfección colectiva en que desaparece el individuo y no cuenta más que la formación disciplinada y uniforme. He comprado una caja de estas manzanas y ahora no me atrevo a romper la formación, pelar una y comérmela sin aquel atractivo de hincarle el diente sin más, recién cogida del ´ñarbol o robada del armario de la abuela que todos los veranos decía que había que comprar más manzanas porque no había cantidad que bastara, pese a que ella misma se cuidaba de que el abuelo las tuviera siempre para la hora de la merienda, a ser posible con un pedazo de queso, pan de trigo, y, en la época, un racimo de uvas.

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