viernes, 16 de febrero de 2007

Lo primero, cada mañana, comprobar que hay luz afuera y está el paisaje habitual. En seguida, corriendo, al espejo del cuarto de baño, a ver si se ha reproducido la metamorfosis kafkiana con nuestra contextura como víctima. Desde el otro lado del espejo, un torvo yo, ojodeslumbrado, que me mira sin ver, pero, de momento, inequívocamente el mismo de ayer por la mañana, que también me asomé a comprobarme, ante de pasar sobre la piel ese ruido insistente del artilugio de afeitar. Hay que ir, ahora, por el periódico, con el perro, saltarín, parándose en cada huella líquida, indescifrable, del suelo, a que pega el hocico en busca afanosa de algún rastro. ¿Qué sería la mañana sin esa bola peluda que corre, va y viene, de vez en cuando se para, me mira y exclama un ladrido súbito, se advierte que de alegría porque hay luz, día y estamos juntos, empeñados en este asunto de vivir, cada uno a su manera, pero amigos?

Huele a pan caliente y un poco como a humo de hoguera, tal vez monte ardiendo en alguna lejanía, con gamos huyendo, jabalíes, el lobo y las sabandijas del bosque, todos huyendo de la voz del fuego y de sus múltiples cabezas y lenguas, que vienen danzando por entre el pinar, quemando las cádavas y la retama, alzándose en cada copa de pino como un grito desaforado.

En su curva de siempre, canta el río ¿os he dicho que estoy convencido de que los ruidos todos de la naturaleza, el del fuego, el del viento, los del agua viva, la respiración del mar, son todos ecos de la tremenda voz de Dios cuando creó el universo?

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