viernes, 2 de febrero de 2007

Antes, ¿mucho? ¿poco? No sé, dejémoslo en antes, cuando me daba una paliza de más de mil kilómetros en cuarenta y ocho horas, al volver a casa, me ponía a trabajar, recuperaba el tiempo perdido en ir, venir, soñar y demás cosas que supone un viaje –por ejemplo, comprobar que tal o cual ciudad, o que determinado paisaje, siguen ahí y se parecen a los de la última vez-. Lo que pasa es que últimamente tampoco soy capaz de recorrerlos como hay que recorrer, a pie y despacio, las ciudades y los paisajes, para haber estado en realidad allí. De lo contrario no haces más que verlos pasar –de invernadero en invernadero, artificialmente refrigerados en verano o calentados en invierno- a través de la ventanilla del taxi, que es algo así como verlos por televisión, y para eso …

De cualquier modo, impresionan los cambios. Esto de que las cosas y los conceptos muden ahora con esta rapidez que contrasta con el hecho evidente de que antes, para cambiar algo, hacían falta varias generaciones, y ahora la mía por ejemplo ha visto cambiar tantas cosas que algunos de mis viejos conocidos me comentan que andan desorientados, que los superan los ordenadores y los telefoninos y los desconciertan los “vu cumprá” del “top manta”. A mí, del top manta, lo que más me impresiona es la rapidez con que recogen y empaquetan la mercancía, sin perder la sonrisa ni aparentemente el humor, como si fuesen gajes del oficio, parte de de su nouvel art de vender, en cuanto adivinan, más que ven, aparecer un guardia municipal por la esquina más alejada del paisaje urbano. Y allá van, negros como la noche, con su sonrisa llena de dientes blanquísimos, deslizándose por el oscuro de las aceras hasta que, desparecido el peligro, extienden de nuevo sus mostradores a ras de suelo y te gritan que compres, que está “tirada” de precio y es una versión completa. Compras y te dan el cambio con escrupulosa lentitud, te vuelven a hacer una exhibición de dientes que ya te gustaría haber conservado a ti y ya le están gritando al siguiente que compre, que compre, que la versión es completa, en castellano. Y te vas a casa y el castellano es un dulce spaninglish ininteligible, pero divertido, que te revienta la película que acabas por haber visto sin ver.

Pero habrás ayudado a sobrevivir, digo yo, a un miembro de esta multitudinaria pléyade nómada con que el siglo inicia la recitación de sus doloras.

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