martes, 27 de febrero de 2007

Corren como enloquecidos abejorros los coches por las calles de mi pequeña Villa, heridas por la piqueta municipal enferma de elecciones próximas. No se les ocurre a los propietarios de coche dejárselo en casa durante el caos circulatorio derivado de las múltiples obras públicas en marcha, y, como consecuencia, enloquecen. Hay que cerrar puertas y ventanas, blindarse, esperar a la noche, cuando las obras paran, hincan las grúas sus picos de acero y se detiene el rugido de los motores. Es entonces cuando hay que salir a la calma provisional del ocaso o del alba, si acaso al silente discurrir de los dedos de la luna que hurgan en las partes pudendas de la noche oscura del alma durante el insomnio. Hasta los patos del río están dormidos en los llerones con sus cabezas bajo las alas, idos a ensayar la muerte. ¿Soñarán también los patos? Los perros sueñan. El mío, tumbado en el suelo, de pronto, finge correr y gime o gruñe, a veces, inquieto. Es que sueña, seguro. Si se excita demasiado, lo despierto, y, agradecido, me lame la mano. Si alguna vez fuese alcalde, ahora transformaría las calles de mi Villa en canales, copia minúscula de Venecia. El proyecto me sirve para regresar a Venecia y sentarme al borde del canal, con los pies colgando, como si fuese un estudiante joven, en su primer viaje de estudios, con Venecia recién descubierta y ya definitivamente enamorado. Ni me hace falta una guía ni un cicerone ni saber cómo se llaman las calles, los canales, los palacios o los paisajes. Me basta estarme quieto y callado, sentir, empaparme, emborracharme de Venecia, el ruido del agua, la canción que cantan, seguro que por precio, pero que suena como si fuese espontánea a lo lejos, los colores de la cristalería de Murano o del mármol reflejado en el agua, la amplitud de la plaza o su condición recoleta, sin salidas, empapada de sol y de humedad que humea una especie de niebla sutil. No quiero que nadie me cuente las ciudades. Prefiero irlas palpando sin saber lo que he de ver necesariamente y viendo en cambio lo que me sorprende a mí y atesoro para las tardes calladas o el duermevela del alba, que comparto con los desconocidos que pasaban sin mirarme, con su sonrisa o su seriedad a cuestas. Tal vez alguno incluso increíblemente cansado de pertenecer a la ciudad y que la ciudad le perteneciera.

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