lunes, 19 de febrero de 2007

A cualquier hora que salgas no hay más que cochecitos, ese miserable objeto de deseo, hojalata y olor a gasolina, insuficiente receptáculo que con la promesa de independizar al hombre lo convierte en su esclavo, rueda que te rodarás hasta que topa con otro mayor en cualquier carretera del mundo, cicatriz de la tierra, y hay un cataclismo de ruido, humo, explosiones y queda el silencio, con una rueda tal vez girando, para dar más aire de tragedia al plano cinematográfico. Todo son planos cinematográficos. Nos hemos convertido en directores de películas improbables, que se ruedan a nuestro alrededor y nos comprenden, con su música en segundo plano y la cámara acercándose o fingiendo lejanías con lo que nos ocurre y lo que soñamos que podría ocurrir.

Cochecitos apenas capaces de mantenerse estructurados a la velocidad que puede desarrollar el motor, siquiera sea una vez, cuando borracho de energía y alcoholes variados, el hombrecito se siente superman y deja caer todo su peso sobre el pedal del acelerador porque nadie puede detener su energía … más que una tapia, el paredón sobre el río o la farola del alumbrado público, que se parte con un chasquido y hay una explosión como de fuegos artificiales mientras el hombrecito agoniza entre sus heces.

Cochecitos que lo invaden todo, “es un momento –dice su conductor macho o hembra-, sólo voy al supermercado un momento” y lo deja sobre la acera, metido en el macizo de flores, encaramado en la escalera breve de la salida de casa. Ya no hay paseos para los viejecitos, los soñadores, los niños o los poetas, sólo para los cochecitos de colores, que casi nunca van a ninguna parte y como si estuvieran atados a las cadenas, los ejes y la música del tiovivo giran y giran en busca de un aparcamiento imposible. Pasan y pasan y vuelven a pasar, como las monótonas canciones de corro de las niñas en el parque: “¿dónde vas, Alfonso XII?, ¿dónde vas triste de ti? …”

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