En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
jueves, 1 de febrero de 2007
Me fui a la capital del reino de los españoles. Un barullo de gente y de palabras, que corren, sin mirarse, tal vez perseguidos por este frío que en la habitación del hotel, como por ensalmo, se convierte en calor agobiante. Por la calle hay gente de multitud de razas. Es como si nos hubiera asaltado un recuerdo imborrable de cuando capital del imperio. Solo que ahora, por añadidura, están los automóviles atronadores, que huelen a gasolina y a prisa. No se mira, la gente, al cruzarse con otra gente. Si acaso, si él o ella son guapos, al otro se le escapa una mirada de avidez, que olvida al paso siguiente, absorto como se ve que va en sus cosas. Gime descolorido el sol, hecho jirones entre tantas personas y cosas, se desespera colgado de las ramas de las acacias que no son acacias pero así se llaman. Mi mujer suele decir que a ella le produce desazón este continuo ulular de sirenas de ambulancias, policías y bomberos que recorren la ciudad sin cesar. Yo, la primera noche de hotel, duermo como dicen que duermen las liebres, con un ojo abierto. La cama está dura. Pasan abajo, en la calle, siempre con prisa, las sirenas y las estridencias con que la ciudad se queja de sus desgarraduras. Por la mañana sin embargo, la calle está recién regada y si no fuera por la boina de la polución, parecería que calle y aire se estrenan nuevecitos. Luego miras bien y descubres la cosmética que tapa las miserias que se mueven apenas, salen de los rincones, se materializan en las esquinas. En el salón del desayuno, grupos de turistas comen a dos carrillos, comen para todo el día del sírvase usted mismo de los bollos, los huevos fritos, los churros y las tostadas. Jarras y jarras de zumos de naranjas y de pomelos se trasiegan en un momento. Una señora gorda, a que se salen las carnes por todos los agujeros del vestido, duda un momento y se echa media docena de salchichas sobre tres huevos fritos. Luego mira a su alrededor como si temiera que apareciese algún carroñero dispuesto a arrebatarle su presa. Se va a un rincón y come de cara a la pared. Cuando yo salgo, observo que ha vuelto al mostrador y hace inventario de nuevas ofertas. Huyo.
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