En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
jueves, 1 de febrero de 2007
Anoche, en sueños, alguien me explicaba qué es la eternidad, en qué consiste, y creo que lo entendí, pero ahora no sé explicarlo, de modo que estoy como estaba. Mientras no se sabe explicar lo que uno piensa, es lo mismo que si no supiera pensarlo. Hace tiempo que no pasaba dos días en la capital, de modo que ayer me acosté cansado de andar. La capital es ya una ciudad demasiado grande, demasiado atestada de gente y de automóviles, llena de palabras. Casi todo el mundo, sobre todo en el vestíbulo del hotel, lleva bolsas del Corte Inglés. Yo también, porque me he comprado un libro. Curioso cómo venden los libros en los grandes almacenes, como si fuesen tubos de pasta dentífrica o paquetes de café. Los echas sobre tableros que ponen: “novedades”, o “éxitos”, o ”los más vendidos” y allí están los libros, me da la impresión de que un poco avergonzados. Cuando eliges uno y te lo llevas, en cuanto, en caja, le quitan el seguro antirrobo, el libro me parece que se sacude como un perro cuando sale del agua o cuando se le suelta de la correa de paseo, antes de echar a corre moviendo alegremente el rabo. Observo, en la calle de la ciudad, que la gente en general es mucho más alta que antes y las mujeres más desenvueltas, desenfadadas. Ya adornan su lenguaje coloquial con los tacos antes peculiares de las conversaciones de los hombres. Me hace gracia cuando, en jarras, se espetan una a otra un “tócame los cojones” tan escaso de probabilidades de que la otra, por mucha que sea su buena voluntad, pueda obedecer. Muchos de los viejos cines de mi época estudiantil, han desparecido. Otros, que entonces eran lujosos locales de estreno, se han hecho descuidadamente viejos y parecen a punto de desmoronarse. Al pasar, reconozco alguno de los antiguos lugares en que tengo anclado algún recuerdo y ya he decidido no mirar. Hasta derribaron, sabe Dios cuándo, sin avisarme para que pudiera asistir al hecho y tal vel echar una lágrimina, la casa donde se hallaba mi vieja pensión, con la galería solana sobre aquel ancho patio de manzana, de los que ahora no se hacen porque hay que aprovechar hasta el último decímetro de ese nuevo precioso material que es el suelo urbano. Me deja helado pensar que diez metros cuadrados del solar de mi vieja pensión “valen”, es un decir, porque lo cierto es que lo cuestan, el importe de lo que en mis tiempos de huespez sería una cuantiosa fortuna de ricachón. Alguien me informa de que ahora lo propio de no sé si muchos o sólo de algunos ricachones es atesorar ellos dinero “en blanco y negro” –como las viejas películas de gangsters- y deberlo a través de sus empresas en cantidad tan exorbitante que cabe sospechar que no piensan que se pague nunca como se hacía antes, poniendo billete o moneda uno sobre otro. Cosas, me tratan de explicar, de la macroeconomía. Yo cumplo con mi dener funcional de paleto y me quedo con la boca abierta, en plena plaza de la Cibeles, que mira sin ver a sus dos leones enamorados, que a su vez tratan de mirarse, pero la diosa, implacable, los mantiene hechizados.
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