sábado, 17 de febrero de 2007

Es una vieja manía de niñez que me guste pensar en la posibilidad de un reloj exacto. Me conmueve la idea de algo, un instrumento maravilloso, capaz de medir la nada con exactitud. Me han dicho que ahora los hay silenciosos, que se recargan con energía solar, son resistentes al agua y a los golpes, y, por añadidura, están en contacto con un misterioso lugar que rectifica cada poco las pequeñas variaciones que puedan sufrir con cualquier motivo. Increíble. Sin duda serán demasiado caros, o escasos, o sabe Dios quién los depara a algunos elegidos. El mero hecho de imaginarlos ya me asombraba, de modo que el día que pueda contemplar uno, tal vez tocarlo, tener en la mano un instrumento que le siga el paso a lo que no puede percibirse por los sentidos, de modo que es una mera especulación inexorable, importantísima, dado que su transcurso, que el único que lo percibe es el reloj –incluso, por poco puntuales que sean, los de agua o de arena- aproxima a los momentos de nacer y de morir, que son los más importantes, y a todas las demás menudencias que sucesivamente van ocurriendo. El hombre sueña con viajar por el tiempo en sentido contrario a las agujas del reloj. Volver al día no sé cuántos de hace tantos años, pero con posibilidad de regresar a hoy o a pasado mañana. Recuerdo haber soñado que había vuelto a un año muy atrás y andaba por un pueblo, el mío, preguntando a una gente desconocida por mí y por los míos, que vivían en lugares donde no habíamos vivido nunca. Podría ocurrir, sé desde entonces, que si viajásemos en el tiempo nos equivocásemos de mundo y allí nuestra gente habitual de entonces serían contrafiguras de los reales, ya muchos muertos. Un verdadero lío. En aquel sueño, yo, por fin, llegaba al lugar habitual de reunión de la gente de mi familia, pero todos habían salido, incluso yo. ¿Y usted quién es? –me preguntaba una desconocida-, pues yo. No puede ser, dijo ella, tú, que es otro, salió con unos amigos, no te pareces siquiera.

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