miércoles, 28 de febrero de 2007

Hay una famosa fotografía de Doisneau, supongo que reiteradamente premiada porque a todas luces lo merece, que reproduce, inmoviliza, inmortaliza un beso en una calle de París un día de niebla. Los que se besan, ella dejándose, él acuciante, están en primer plano, un poco a la izquierda de la fotografía, pero no son ellos los que hoy me interesan, sino ese señor, perfectamente enfocado, un poco más a la izquierda, un poco más atrás, con el rostro semiiluminado, adusto, amparado por unas gafas redondas, bajo una boina ajustada, que se ve que va a lo suyo y que es algo que requiere su atención inmediata de tal manera que ni ha advertido que los dos jóvenes se besan a su lado, un poco más adelante. Un beso que parece no ser cosa tampoco de ninguno de los demás transeúntes presentes. Ese hombre de la boina, sin embargo, es el que me preocupa al estar ahí sin razón ni justificación aparente, y, sin embargo, contribuyendo a dar sentido a la fotografía como obra de arte y al hecho fundamental que historifica como algo importante que sin embargo de ocurrir a nuestro lado nos puede ser tan totalmente ajeno. Se ve que es un día que apunta lluvia. París es fácilmente concebible, recordable, con lluvia, porque asimismo es fácil que si se ha estado allí, alguno de los días haya amenazado lluvia, o incluso que haya sido un día lluvioso, durante que sin embargo, París continúa siendo una ciudad soñada desde muchos puntos de vista, con muchas perspectivas. Leo con frecuencia que París fue la Meca de multitud de artistas, el refugio de gran cantidad de exiliados de todo el mundo. En alguna parte, asimismo me enteré de que París fue una obsesión de Hitler, que por cierto logró ocuparlo con su ejército durante una guerra, y dicen que al tener que abandonarlo de nuevo pretendió destruirlo: “¿arde París?” es el título de un libro en que se asegura que lo preguntó con cierto aire de urgencia, cierto frenesí, cuando los generales abandonaron París, pero a Dios gracias lo respetaron y así podemos rebuscar entre su débil neblina de los días que amenazan lluvia la voz pastosa, un poco ronca de aquella Juliette Greco que nos enamoró con ella, sólo con su voz, y las fotografías en blanco y negro de cuando todos éramos jóvenes y cantaba, decían, ella, en las caves de la orilla izquierda con que soñábamos desde la derecha de nuestra juventud a la fuerza sedentaria.

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