He vuelto a Madrid, con parada en Arévalo. Ahora en realidad no vuelvo, cuando vuelvo a Madrid, sino que paso. Llego, trabajo y me voy, sin tener tiempo apenas de ver por la ventanilla los monumentos de la gente y mis hitos de cuando iba a la capital. Lo que pasa es que mientras los monumentos de la gente: La Cibeles, la Puerta de Alcalá, las estatuas en general, permanecen, mis hitos van desapareciendo o se van transformando y donde había esto o aquello ahora hay otro Madrid que ya no conozco. Estuve las horas indispensables para presentar un libro de versos que llamo Adarce, cenar con unos amigos muy amigos, dormir en el silencio sosegado del hotel, asomarme a un gran almacén a ver cómo se entremezclaba la humanidad, de nuevo a la carretera y volver.
Salgo de casa, me muevo, entro en contacto con otras personas, hablamos, redescubro paisajes, entreoigo memorias. Hay un mundo nuevo, diferente, cada vez. Ignoro si mejor o peor, pero que tiene otras preocupaciones, costumbres y principios. Permanecen algunos olores y sabores, determinadas zonas de los paisajes, pero cuando alguien te habla y cuenta o te pregunta o se interesa, es cuando descubres, descubro todo lo que está sufriendo constante mudanza.
Ya no existe la primera pensión donde me alojé en Madrid cuando llegué a estudiar la carrera y prepararme para de algún modo, cambiar o tal vez conquistar, no estoy muy seguro de cuál era el proyecto, respecto del mundo. Ya no existe ni el edificio. Hay otro que no tiene nade que ver. Aquél, entrañable, ya no existe más que en la memoria mía, y, ahora que me doy cuenta, en las de cuantos compartieron conmigo su disfrute o el sufrimiento que puede haber comportado permanecer entre sus paredes, ya disueltas en la vorágine del tiempo. Aprovecho para estar un momento con cada uno de ellos, con su conjunto, como eran entonces, que luego vete a ver qué habrá sido de cada cual, en el duermevela del primer sueño del silencio soledoso del hotel. Por fin me quedo dormido.
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