sábado, 3 de febrero de 2007

No le pueden pasar a un pobre perro más cosas que al mío en diez minutos escasos: la primera, nada más salir de casa, que atravesó al otro lado de la calle y tuve que soltar el mando para que un desaforado automovilista pasara por encima. No nos habíamos recobrado del susto, cuando otro automovilista de esos que van con prisa a sabe Dios apagar qué fuego, le pegó de lado un tantarantán que me lo dejó cojo hasta llegar a la orilla del río, donde para alzar la pata se acercó tanto al borde que, sin darme tiempo a reaccionar, se cayó al río. Me miraba, desde abajo, con aire de susto, desconcierto y reproche: pero tú, pedazo de inútil, ¿qué clase de amo eres, que permites que me pasen estas cosas? Allá lo fui conduciendo por el borde del agua, con gran indignación de los patos, hasta una rampa que hay a cierta distancia del lugar de los hechos. Se sacudió, me miró con la escasa dignidad que parecer una gallina mojada le permitía, por encima del hombro, y, ya sin cojear, se me alejó, calle adelante, en busca del kiosco de los periódicos. Al llegar allí, se enfrascó en una charla, salpicada de olores recíprocos de los respectivos traseros, con el can de la periodiquera. Seguro estoy de que hablaban de mí, porque a cada rato, me miraba el mío y ambos se callaron y apartaron en silencio cuando me acerqué. Al llegar de vuelta a casa, no me ha pedido una galleta. Se ha ido, con dignidad herida y seguro que dolorido, a su rincón. Tiene razón. ¡Desastre de amo! Espero que de aquí a un rato venga a hacer las paces.

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