De vuelta a casa, “gracias, Señor –dice el más inspirado Luis Rosales-, la casa está encendida”, sobre la mesa está esperando el papel todavía mudo, con aspecto de nevada reciente, supongo que expectante. Lo que espera tiembla, oscila entre el temor y la ilusión. Un papel, si fuese capaz, que tal vez lo sea, de experimentar algo semejante a un sentimiento, esperará, digo yo que cargado de curiosidad, las palabras que lleguen. O puede que incluso se le haya ocurrido que puede caerle un dibujo expresivo, como los que hace Marcelo, o un emborronado dinosaurio de las que alguno de los niños de casa cree haber prácticamente retratado con violentos trazos polícromos de sus lapiceros de colores.
Ya no es blanco el papel. Ya están ahí mis palabras abriendo algo así como un camino o fingiendo una humareda sin demasiada prisa por disolverse en el aire. Ya estoy contando del viaje a través de Castilla, de mi parada en León, la tierra del abuelo Emilio y del tío abuelo Pedro, que tocaba y escribía mensajes musicales. El tío abuelo Pedro fue compositor, pese a haber muerto muy joven en tierras de Portugal, y justo hace poco escuché por primera vez el mensaje de su música. ¿Habría pensado él que tantos años después de su muerte un sobrino nieto suyo iba a poder entablar con él un diálogo musical?
Sostengo que con una obra de creación de otro, y hasta tal vez con la propia, se puede llegar a entablar un diálogo. El mero hecho de haber escuchado lo que parece un mensaje escrito por otro o, a veces sin darse cuenta, por uno mismo, crea una tensión dialéctica, abre un diálogo que casi nunca se agota y suele acabar en puntos suspensivos porque queda la duda de si se tendrá o no razón, que la verdad es siempre huidiza, hay quienes decimos que imposible de alcanzar por completo hasta el otro lado del espejo.
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