domingo, 4 de febrero de 2007

Hoy quiero hablar, siquiera sea un poco, de dos de las pesadillas del siglo que comienza: los automóviles y los anuncios. Los automóviles, que lo invaden todo. Destruyeron hace tiempo la placentera sensación de descanso de los veranos y los veraneos. Invadieron los lugares íntimos de la gente. Nos agobian, empujan, atropellan, matan –o te dejan, que casi es peor, tullido o parapléjico-, te tapan las entradas de tu caso, han destruido las aceras –anterior refugio de niños y de ancianos, de enamorados y de mascotas-, taponado los paisajes, envenenado el aire, desatado tus más escalofriantes palabrotas, agriado el carácter de, alternativamente, conductores respecto de los peatones y peatones respecto de los conductores, según cuál sea tu condición. Angustia, si bien lo miras, contemplarlos agarrados al volante, con su copiloto al lado, en general su mujer, indicándole maniobras alternativas, casi siempre disparatadas, hasta que, histéricos, realizan una de ellas, desesperados por falta de aparcamientos, desvergonzados arbitrándolos en cualquier lugar, por molesto que sea para el resto de los humanos, con un despectivo: ¡que se jodan!, al alejarse con un malévolo rictus de malsano instinto de venganza contra la sociedad, inventora del coche, esa maldición. Y qué diré de los anuncios, con sus tandas de más de un cuarto de hora, que se dice pronto, interrumpiendo el hilo de las películas, durmiéndote de modo inexorable con sus banalidades, absurdos, estupideces, y, por que no confesarlo, a veces ocasionales destellos de ingenio o hasta genialidades, pero que te importan tres cominos cuando estabas en lo más interesante de la película o de la serie y para cuando vuelve se te olvidó si eran buenos o malos los que estaban manteniendo la olvidada conversación, el estupendo diálogo. Y eso si no te quedas dormido, con la boca de par en par, invitando a los mosquitos y roncando como una vieja locomotora. Propondría, si de algo valiese, un plante, de alcance mundial, contra los anuncios de la tele. Que decidiésemos todos no volver a comprar nada de lo que la tele anunciase. Una especie de revolución incruenta.

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