Un sábado también puede, como cualquier otro día de menor prosapia, carecer de caminos, ser como aquel puerto de montaña por que pasamos un día de nevada y tuve que bajarme y buscar una rama larga que ir hincando en la tierra para localizar la carretera. Sólo que la falta de caminos del sábado no es porque haya nevado, ni se inundaran los campos con la crecida del río, sino que el sábado, en la duermevela vigilante de la inminencia del sonido del despertador, cuando ignoras si más allá de la ventana está de nuevo el mundo que dejamos ayer enzarzado en la crueldad chismográfica de cualquier ejemplo de la telebasura al parecer no biodegradable de que resulta tan imposible deshacerse como de los residuos nucleares o de las bolsas de plástico que se enganchan y adornan las ramas bajas de cada arbusto de la ribera del río, cuando todavía no has recuperado más que un porcentaje mínimo de la escasa razón que habitualmente en mi caso apenas me asiste, te asalta el súbito temor de que algo haya cambiado y el efecto mariposa nos hará desembarcar en una playa de algún nuevo mundo recién descubierto donde no hay caminos y las plantas, los pájaros y los indígenas todavía nos son desconocidos, carecen de nombres y no tienen caminos, ya que circulan a media altura por entre los árboles, tal vez volando, quizá asidos de las lianas, como Bourroughs cuenta que lo hacía lord Greystoke caundo Tarzán de los Monos, de la tribu de Kerchak, hijo apócrifo –este Tarzán- de Kala, la mona.
Y ¿qué hacer, si no hay caminos? Cuentan de Aníbal que, perdido con sus elefantes por los vericuetos y collados de los Alpes, prometió a sus hombres, casi tan deseperados como los marineros de don Cristóbal en su día, que si había caminos los encontraría y de no haberlos, los abriría. No sé como hizo al final, pero la historia dice que pasó y amedrentó a los romanos durante cierto tiempo. Luego, los romanos que hay siempre del otro lado de queda aventura revolucionaria, restablecieron la ley y el orden. El derecho ya lo habían reinventado tras de vendarle los ojos a la imagen de la justicia, pero hay quien dice que dejándole una hendija para que de algún modo puede entrever. Lo decía mi abuela, que se lo había oído a la suya: ¡no apuestes nunca sin mirar antes! Tal vez lo mejor sea, sin embargo, no apostar.
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