martes, 20 de febrero de 2007

Le llaman urbanismo, y consiste en transformar el paisaje en ciudad. Ya hay, como en casi todo, lo que llaman “expertos”. Peligrosísimos seres que disponen de la verdad absoluta respecto de cierto asunto, en este caso de los principios que deben regir la materia urbanística, es decir, la transformación de lo que era puro paisaje en selva ciudadana apta para que la gente habite en ella con un mínimo de comodidad.

También llaman urbanismo a esa misma transformación hecha como por los colonos y pioneros de los nuevos mundos y territorios: esto es mío, que llegué primero y ahora os vais a enterar los demás de lo que cuesta un peine en mi gran almacén.

Acerca del urbanismo, una cosa es hablar y otra poner ladrillos. Suelen decir lo entendidos que consiste en abrirle al paisaje grandes claros para implantar avenidas anchas, plazas inmensas, grandes edificios destinados al uso público para universidades, escuelas, juzgados, teatros, auditorios, ágoras, paseos, inmensas zonas verdes en que corra el agua para gozo de los sentidos, viviendas amplias, dotadas de espacios alrededor para que sus habitantes puedan disponer de plantas, mascotas y rincones umbríos donde fingir refugios feéricos, pero si se trata de poner ladrillos, deben acercarse unos a otros, adelgazarse los tabiques, poner en estrecha relación infrahumana las intimidades de las gentes para que se rocen y produzcan excoriaciones, erupciones y contagios y para que cada cual se pueda enterar de la vida y milagros del vecino sin esfuerzo. Asimismo debe procurar gastos mínimos en el coste de materiales miserables y ganancias máximas, que hipotequen la conducta de cualquier adquirente hasta su última gota de sangre y de energía.

Conocí, de niño, un hermoso paisaje, ancho y sosegado, silencioso y apacible. Cualquier experto podría haberlo transformado, siguiendo los principios de un adecuado urbanismo, en una sucursal del Edén. Pero dice el Libro que fuimos expulsados del Paraíso y un ángel custodia su puerta incluso siendo secreta, armado de una espada flamígera. Tal vez por eso se haya convertido aquel paisaje en un lodazal urbano donde la gente se advierte triste, acongojada, diría que hasta sucia de escepticismos, cansancios y agobios. Como las calles de vieja morería -¿o judería?-, estrechas, serpenteantes. Sin más plazas que unos espacios que cierra un ominoso monumento deforme, inidentificable, sin más verde que el de una mustia acacia en el mínimo alcorque del pie de una esquina.

Confieso no saber ya con certeza qué es eso del urbanismo.

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