Borrachera de cuadros del museo. Recorrer a uña de caballo un museo constituye una estupidez tan grande como la de recorrer una ciudad en la cápsula de los sentimientos de otro señor que estuvo allí. Una manera como cualquier otra de perder el tiempo y la ocasión de rozarse con la piel de la ciudad –si acaso y hay suerte y se tiene un cierto grado de sensibilidad y una dosis adecuada de imaginación, con la piel de su alma-, que no hay nada como rozarse con otra piel, y más si es la del alma en carne viva de la persona amada, de la ciudad recién descubierta. Y sin embargo quedan quienes, pudiendo ver, cierran los ojos y pudiendo oír, los oídos, siendo capaces de oler, dejan incluso de respirar y no tocan para no mancharse, se limitan a recordar –lectura rápida, inmediata, olvidadiza-, que aquel otro ilustre visitante recorrió tal camino, dobló tal esquina y se extasió ante … Van recorriendo, comprueban, plano y letreros de las esquinas de las calles, procuran pisar las huellas semiborradas de su predecesor, en realidad su cicerone, más bien lazarillo. Luego siguen viaje sin haber estado y mañana o pasado contarán a su embelesado auditorio como interpretó la emoción estética de aquella nueva ciudad –incluso la hermosura incomparable de Venecia he visto desperdiciar así- en la opinión, la emoción, la capacidad de ejercitar sus cinco sentidos, por tal autor que estuvo allí no sé qué año de no sé qué siglo.
Pasa, ya dije, con los museos. Y al final, mareado, exhausto, me he sentado a recobrar el aliento visual en un banco de piedra del paseo, descansando –es un decir- en la multiplicidad vertiginosa del paso de los automóviles que roncan, tosen, bufan, atropellan todo con esa insensata prisa de turista que pretender ver todo lo que ha de ver, que ya decían los indios que no se debía permitir a estos bárbaros que te retraten, porque pretenden llevarse y quién seabe si se llevan una pizca del alma de lo retratado que la tenga.
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