Gente en la calle. Ahora no se entrecruzan, cada cual camino de sus asuntos, sino que van en la misma dirección. A veces gritan al unísono la misma consigna que poco antes dijo a través del altavoz el coordinador. El coordinador indica a la multitud lo que procede decir a coro y la multitud se convierte en manifestación que mañana dirán los periódicos que, además de lo que dijo, quiso decir esto y aquello, y como consecuencia …
Las consecuencias no las saca la multitud, ni siquiera cuando se convierte en coro y manifestación, sino sus intérpretes, a través de complicadas labores de hermenéutica, por medio de intrincados razonamientos que no hace falta que la multitud se moleste en tratar de analizar, ni siquiera ahora que, dispersada, se ha convertido en parte del pueblo soberano, también definible como conjunto inorgánico de la gente de a pie, o como plebe urbana, la que en Roma, el emperador, bicalificó en una ocasión de ociosa y corrompida y de la que en Roma se dijo que lo único que quería eran juegos y circo.
La multitud, ahora cada cual para su capote, descubre atónita la de cosas que se pueden pretender y se pueden decir y se pueden autorizar sin más que repetir unas pocas, a veces enigmáticas, a veces mágicas palabras, que, oídas a través del altavoz, rimadas en pareados, primero arraigaron y se convirtieron en axioma, luego en consigna y ahora se abren y multiplican y convierten en hermoso discurso lleno de bellísimas promesas de paz y felicidad, mañana o pasado –“hoy no se fía”, dice el letrero de mi taberna habitual, “mañana sí”-, para este baqueteado mundo mundial a que con razón Mafalda suele poner un pañuelo atado alrededor, con un lazo arriba, como en nuestra, ay, lejana niñez se hacía para aliviar el dolor de muelas y las paperas.
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