En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
sábado, 6 de enero de 2007
El juguete más brillante: ese robot que un padre más gastizo, tal ve vez no más rico, sino atrabiliario, pródigo –en la terminología legal-, derrochador, le ha comprado a su hijo que apenas se tiene de pie, con la primera borrachera, del aprendizaje a andar, reciente. Pero el padre, tenaz, está aprendiendo las mañas electrónicas del feo robot, anuncio de los que un día, según deduce Asimos, se rebelarán contra las tres leyes de la robótica, o las derogarán, desde su propio parlamento de acero inoxidable, y proclamarán la inteligencia artificial, ciega, sin moral, arbitrio disparatado de la razón, tan disparatada con frecuencia en sus últimas deducciones y consecuencias, que no puede mitigar la ternura. Estamos olvidando incluir la ternura en los entresijos y cableados de los perritos acerados, que ladran, mueven el rabo y hace pis coloreado de azul al pie de las farolas, según apriete, o sencilla y simplemente toque el entusiasmado papá uno u otro de los botones, que algunos vienen coloreados y lleva un grueso libro de instrucciones, el bigardo, bajo el brazo, que podría indicarle para que sirven el verde, el azul, el rojo o el amarillo, pero él se obstina en chocar contra los bordillos, para y remira el artilugio y en un momento dado saca el pañuelo y le da brillo. Niños horrorizados, se apartan del artefacto, que, impertérrito, incluso pasa sin hacer caso por delante de un supuesto semejante suyo de pelo erizado, respiración entrecortado e indignación evidente, que entre agresivo y temerón, acaba por recular, medio vuelto, enseñando los dientes, gruñendo. Las niñas, más tranquilas, formadas en batería, cada una empujando su instinto maternal incipiente, disfrazado de sillita con arropado bebé de imitación, pasean hablando de sus cosas, vaga imitación de su propia versión cuando adultas y tal vez adúlteras porque tantas cosas que deberían ser de una manera, resultan de otra y una mujer despechada, desilusionada, desnortada, es mucho más peligrosa que un hombre, que ahoga las penas en otro fracaso o en un charco de vino peleón que le encharca los ojos y se los llena de esa humedad que los ablanda. Es mañanita de Reyes Magos. Todos somos los niños perdidos, en busca inacabable, de antemano fracasada, de Peter Pan, que lo mató el Capitán Garfio del escepticismo, citados a las nueve en la esquina del Convento, como don Juan Tenorio y el otro Capitan, su verdugo justiciero de que nadie aún, ni siquiera Pérez Reverte, se ha atrevido a contar la historia. Pues a mí –dice un niño a otro más triste- me pusieron un escalextric, pero no me dejó mi padre traerlo al Parque y jugamos en el desván.
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