viernes, 5 de enero de 2007

Hay una multitud de niños expectantes. Apenas pueden soportar la tensión de ignorar si los reyes Magos se habrán enterado de aquel desliz que no tienen muy seguro de si estará o no castigado con la prohibición de regalos que en casa se ha convertido en arma secreta y frecuente contra cualquier exceso, cualquier omisión. Si se enteran los Reyes … No añade más, el verdugo de turno, pero el niño ya sabe que los Reyes no traen más que carbón a un niño convicto de desobediencia, pongo por ejemplo de infantil maldad. Recuerdo una niñez no sé con exactitud si de guerra o de inmediata posguerra, en que nos pusimos secretamente de acuerdo todos los niños de la panda para ser malos y provocar de modo deliberado que los Reyes Magos nos trajesen carbón, sacos de carbón, aquel año. Nadie entendía por qué aquel súbito y generalizado mal comportamiento justo en época en que la amenaza de que los Reyes se enterasen había sido habitualmente suficiente para tranquilizar y dominar el cotarro infantil. El secreto estaba en que los niños de todas las épocas hemos escuchado siempre mucho más de lo que los adultos de cada una de ellas supusieron. Y que los de entonces sabíamos de las angustias que estaban pasando nuestras madres respectivas, sin leña, sin piñas –que se utilizaban para iniciar el proceso de encender el fuego de aquellas cocinas- y sin carbón. Los Reyes, dedujimos en secreto cónclave, podrían solucionar por lo menos aquel año el acuciante problema de la carencia de combustible. Ya vendrían años mejores, de pedir mucho y comportarnos adecuadamente. Pero aquel año no. Aquel año, no sé cuál de nosotros había visto a su madre llorar. Nos lo contó, y el que más y el que menos habíamos oído también lo suficiente como para estar seguros de que el mal se había generalizado, la carencia era grave y se estaba padeciendo con gran preocupación por todas nuestras familias, salvo la del odioso estraperlista de siempre, el de la casa grande, que hasta calefacción tenía y se veía echar humo a aquellas chimeneas de su castillo, pero bueno, qué se le iba a hacer, ya vendrían los Reyes y harían justicia. Juguetes no iba a haber, aquel año, salvo que alguno –y al llegar a este punto nos mirábamos con indisimulada desconfianza-, fallase en la buena obra colectiva que habíamos emprendido. Nos costó no sé cuántas palizas y diversos castigos, pero nos convenció de que o el servicio de información de los Reyes Magos era más que deficiente o que los Reyes, vista la profusa aplicación de severas penas padecidos por nosotros, habían decidido aplicar el principio de derecho penal de que nadie debe ser juzgado y mucho menos condenado dos veces por los mismos hechos. Lo cierto fue que aquel año, el seis de enero, el parque estaba lleno de minúsculos guerreros que con fusiles y ametralladoras de madera, cascos de cartón y carros de combate de arrastre –que tardó mucho años en inventarse aquello de la teledirección y que los que jugásemos de nuevo en el parque de otros seises de enero fuéramos los padres, con los coches teledirigidos de nuestros hijos- En el fondo, fue una decepción, pero se nos curó en seguida, sin dejar cicatriz. Luego alguien se fue de la lengua y nuestros padres, vete a saber por qué, encima, se reían a mandíbula batiente.

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