miércoles, 24 de enero de 2007

Ha dejado de ser noticia y se desecha sin comentario, que alguien muera en una explosión provocada por otro que también ha muerto, junto con veinte personas más, que casualmente pasaban por allí. Es terrible. Va leyendo, un señor, el periódico, se encuentra un amigo, le pregunta si hay novedades y contesta que nada nuevo que merezca comentario. Cuando el periódico habla de más de un centenar de muertos, entre accidentes, enfermedades, asesinatos, terrorismo. Los muertos, en la página del periódico, son cifras para una estadística. Este año, durante la alerta de máxima circulación, murieron cuarenta y no sé cuántos menos que el años pasado. Y sin embargo murieron decenas de personas, agonizaron, personal, dolorosamente, sobre el asfalto, en las camillas, traspasados por el zumbido bicorde de la sirena, que gime en dos tonos y horada el silencio, anuncia, para quien quiera y para quien no quisiera oír que está a punto de acabarse el mundo para otra persona con nombre, apellidos, ilusión e identidad. Lo que parece importar es si se han entrevistado algunos importantes, medido e intercambiado su cupo de palabras que deben decir, pero no y llegar en principio al acuerdo de no llegar a ningún acuerdo porque cada uno de los reunidos, montado en su tigre de papel, se siente Supermán y ni se entera de que bajo la mesa hay un montón de kriptonita, reflejando en verde burlón la superchería de unos, la vana soberbia de otros, la ignorancia de muchos y el desprecio de algunos, que todos están intentando infructuosamente escribir su nombre en una de las páginas duraderas de la historia, pero son demasiados y demasiado insignificantes, de modo que no caben, ni los hallarán por lo tanto los analistas de la historia de después de la glaciación que viene, que repetirán la leyenda de la Atlántida y todos iremos en la estadística como una civilización que vagamente se supone que existió, dado que aparecen cada día, al excavar, más tornillos de la torre Eiffel y alguien ha visto no recuerda si tal vez soñado ni dónde una fotografía, que tal vez sea un recuerdo, de la estatua, je, je, de la Libertad, de la Gran Muralla y del Taj Mahal. Me asomo a la ventana y está pasando, titila, bufa, repiquetea, el camión de la basura, con sus palafreneros a ambos lados, bien asidos a sendos barrotes. ¡No te vayas, Manuela! –le gritan a una moza que acaba de echar su bolsa, retrasada, al bidón de un poco más arriba de la calle. ¡No te vayas!, ¡que vino el invierno!, ¡que tengo frío! ¡que estás maciza! Ella se ríe, les da un corte de manga y cierra de un portazo, a la vez, el chorro de luz, la escena y el silencio, que, en seguida, vuelve a extenderse con cuidado alrededor de las farolas que dan un semitono de luz, apenas suspiro de luz, bajo el impreciso cono de la cual, se refugia la realidad, apenas textura indecisa, miedo, desencanto.

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